Asistimos a la destrucción paulatina de las estructuras que organizan un país sin que podamos hacer nada, salvo votar dentro de cuatro años y rogar que las que queden actúen como precario contrapeso
Este verano se me ocurrió leerme la biografía –inacabada- de Montaigne escrita por Stefan Zweig, y recibí un par de destellos de rabiosa actualidad. Uno es sobre el paralelismo entre cómo se sentía Montaigne en tiempos de tribulación política y cómo se puede sentir el ciudadano decente de hoy: el autor se retiró a su famosa torre por conservar su libertad interior. Dice Zweig: “Ya no existe seguridad en la tierra… y por eso hay que…negarse a formar parte de ese coro vocinglero de los posesos y asesinos, crear la propia patria, el propio mundo”.
Otro es el de la ineludible necesidad de luchar por esa libertad. Pero, dice Zweig, Montaigne es un autor para leer no muy joven o sin experiencia. Dice que a su propia generación –inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial- le “parecía que Montaigne daba tirones inútiles a cadenas que creíamos rotas hacía tiempo, sin sospechar que el destino las había forjado ya de nuevo para nosotros, más duras y crueles que nunca. Y así, honrábamos y respetábamos su lucha por la libertad del espíritu como una lucha histórica que para nosotros era superflua y fútil desde mucho antes”. Siempre descubrimos tarde los valores esenciales de la vida: la juventud, cuando desaparece; la salud, tan pronto como nos abandona, y la libertad, sólo cuando está a punto de sernos arrebatada o ya nos ha sido arrebatada.
Y es que, salvando las distancias, hay determinadas situaciones políticas y sociales convulsas en las que dan ganas de dejarlo todo y dedicarse a la lectura de los clásicos, como Montaigne. Ahora hay algo parecido porque asistimos a la destrucción paulatina de las estructuras que organizan un país sin que podamos hacer nada, salvo votar dentro de cuatro años y rogar que las que queden actúen como precario contrapeso. Es verdad que todos padecemos, en mayor o menor medida, el sesgo cognitivo de la normalidad o efecto avestruz, esa tendencia distorsionada a creer que las cosas siempre funcionarán de la manera en que normalmente han funcionado y por lo tanto a subestimar la probabilidad de un desastre insospechado. “Eso es imposible que ocurra”, nos decimos. Resumía el otro día Cristian Campos en un tuit los “No será capaz de…” de nuestro dirigente máximo, de los que los últimos sería nombrara un ministro para el Banco de España y el cupo catalán, que es ocioso recordar.
Habiendo pasado dolorosamente por el aro inmoral, es más fácil que a la siguiente volvamos a pasar porque nuestra misma resistencia ha ampliado el diámetro del aro
O quizá no, porque ese sesgo cognitivo de la normalidad parece que también conduce a normalizar lo que ya hemos tenido que tragar, pues hay que seguir viviendo y el instinto de supervivencia nos impulsa a olvidar todas las líneas rojas saltadas, Y, al final, una vez aceptado le anterior, lo siguiente no parece tan grave, porque habiendo pasado dolorosamente por el aro inmoral, es más fácil que a la siguiente volvamos a pasar porque nuestra misma resistencia ha ampliado el diámetro del aro. A esa difuminación ética contribuye que no veamos en algunas fechorías consecuencias personales a corto plazo.
Pero hay cosas que, por mucho que quisiéramos mirar a otro lado, sí tienen consecuencias palpables y a corto plazo. Me impresionó ver el otro día a Jose Carlos Díez, prohombre prosocialista antaño, destacar muy vehementemente que Galicia y Castilla La Mancha tendrán un 30 por ciento menos de los recursos que tienen ahora y Valencia un 20 por ciento. Esto es cuantificable y medible. Habrá un 30 por ciento menos para Sanidad, Educación o Dependencia en ciertas regiones. Esto no es ya que unos delincuentes estén en la calle o que cierta institución este colonizada por el Ejecutivo. Esto afecta a las cosas de comer, nuestras y seguro que de nuestros hijos.
Como diría una persona aficionada a esas palabras cool -tan del gusto posmoderno- es algo muy poco sostenible, entendiendo este concepto como aquello que satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro para atender sus propias necesidades. Esto simplemente satisface a unas élites extractivas catalanas a cambio de que el presidente siga en el poder, aunque sea «sin el concurso del Legislativo», que parece ser que tampoco es tan necesario si tienes el decreto, igual que nos han demostrado que pasa con el Judicial, si dispones del Tribunal Constitucional.
El dilema ético que se plantea a quienes sustentan al Gobierno es: qué nivel de indignidad estoy dispuesto a aceptar con tal de mantener mi tren de vida
Pero no seamos ingenuos: la cuestión no es solo la presunta amoralidad de las medidas o la dificultad de encontrar mayorías alternativas, sino la realidad ineludible de que muchísima gente tiene su modo de vida atado a que el partido siga en el poder, porque realmente no tiene otro o no lo tiene tan bueno. Como decía Upton Sinclair, «es difícil que un hombre entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda». En otros tiempos, el propio partido cambiaría las cosas para evitar perder las elecciones siguientes, pero ahora el race to the bottom moral obliga a hacer lo que sea para aguantar, a sabiendas de que cada vez tendrá menos votos. Esto explica por qué Page aprieta los puñitos pero no hace nada realmente útil como irse al juzgado de guardia de Toledo –sugería Díaz en la misma entrevista- para impugnar esas decisiones del presidente que chocan clamorosamente con los reglamentos del PSOE por no ser aprobadas por el órgano competente, como ya he comentado en alguna ocasión. La cuestión no es ya si es justo o injusto, bueno para España o no, sino que el dilema ético que se plantea a quienes sustentan al Gobierno es: qué nivel de indignidad estoy dispuesto a aceptar con tal de mantener mi tren de vida. Y si a eso le añades que las propias estructuras del partido se han alterado para que no haya oposición, que al comité federal no se le ha dado ni siquiera el contenido del acuerdo y no sabe de qué protestar y que pende sobre todos como una espada de Damocles el Congreso adelantado -en el que se verá quién sale y quién no en la foto-, el incentivo para no moverse es absoluto.
A veces, con mucha presión y con ayuda, las cosas se enderezan. Miren al CGPJ, que con las críticas y la supervisión de Europa parece haber enderezado algo su rumbo (no las tengo todas conmigo). Creo que no nos queda otra que hacer como Montaigne y volver si es necesario a esa vida pública para luchar por nuestra libertad, que creíamos asegurada.