Xavier Salvador-El Español

«Gobernar no es mandar, sino prever», dejó escrito Emilio Castelar cuando España se debatía entre monarquía, república y banderías eternas. La sentencia sigue vigente siglo y medio después y encaja con el arranque de curso de Salvador Illa como president de la Generalitat. Tras un año en el cargo, el socialista ha logrado un objetivo impensable en tiempos recientes: encarnar más institucionalidad que el propio Estatuto de Autonomía.

En Crónica Global, ya nos conocen, llamamos a las cosas por su nombre y sin pedir permiso. Del presidente nos resulta lejana esa almibarada corrección burguesa y ese ejercicio de lo políticamente correcto que impregna en Cataluña a sus élites dirigentes. Illa es ahora uno de ellos. Es atrevido decir que su condición religiosa está en la raíz de su moderación. Si supera el interés del Opus Dei por orientarle, habrá dado un paso formidable. Y los seguidores de Escrivá de Balaguer mandan mucho y en sigilo en la comunidad autónoma.

Tiene mucho más sentido para gobernar que recuerde su pasado municipalista vallesano, una gran escuela de integración, pluralidad y democracia con mayúscula. La ambición hará el resto. Debería evitar ser abducido por ese club tan exclusivo y exclusivista que forman aquellos catalanes con voluntad de trascender en la historia. Cataluña no puede permitirse más pujoles. Con uno y con sus herederos familiares y políticos ha sido suficiente.

Su estilo puede parecer anodino, algo menos que el del último presidente catalán socialista, José Montilla, dicho sea de paso. Pero es cierto que Cataluña no necesitaba un tribuno ni un mesías. Era mejor alguien que pusiera el piloto automático de la gestión tras una década de procesismo que desgastó a la sociedad, fracturó al Parlament y asfixió la economía productiva. Illa, con gesto de notario más que de caudillo, ha sido aceptado porque representa un bien escaso en la política catalana: certidumbre.

El método escogido ha sido pragmático. Pactos con unos y con otros, concesiones que hace solo unos años habrían sonado a claudicación, gestos hacia Madrid y la corona que irritan a unos y alivian a otros. El apoyo sin reservas a la ley de amnistía —aquella que su jefe Pedro Sánchez decía en campaña electoral que nunca veríamos— el encaje de un catalanismo institucional en el marco español y la disposición a negociar con casi cualquier fuerza parlamentaria han marcado este intenso primer año de gobierno.

El precio existe: sectores de su propio electorado se sienten incómodos con la política lingüística del Govern. Es demasiado rígida y nacionalista para unos y demasiado laxa para los talibanes de la identidad. La prometida financiación singular no termina de concretarse. Los retoques en la Agencia Tributaria Catalana suenan a cosmética y el malestar por la dependencia ferroviaria de Cercanías es creciente. Pese a todo, los votantes de Illa parecen darle un margen. Lo que se valora de él no es tanto la contundencia de las medidas que adopta como la capacidad de evitar sobresaltos.

La historia catalana es pródiga en episodios donde la estabilidad trajo progreso. La Mancomunitat de Prat de la Riba, aunque breve, permitió levantar escuelas, carreteras y bibliotecas. La etapa pujolista de los años 80 y 90, incluso con sus múltiples sombras, coincidió con el gran salto de la economía catalana hacia la modernidad europea. En cambio, los periodos de enfrentamiento político —desde la Guerra Civil hasta la década del procés— terminaron en declive o estancamiento. Illa conoce ese patrón y ha decidido instalarse en la tradición del gestor más que en la del agitador.

No se trata de un cálculo menor. Manuel Azaña advertía en plena Segunda República que «la política no lo puede todo; lo que no se hace con la cultura, con la economía, con la administración, no se logra con discursos». Diríase que el jefe del Ejecutivo catalán tiene aprendida esa lección: menos retórica y más plazos, menos banderas y más contratos.

Ese pragmatismo empieza a notarse en los balances. Según datos del Idescat, Cataluña cerró 2024 con un crecimiento del PIB del 3,6% —hasta los 316.728 millones de euros—, superando la media española y la de la Unión Europea. La tasa de paro bajó hasta el 8,9%, el nivel más bajo desde 2008, y el número de desempleados cayó notablemente, especialmente entre la población masculina. En el ámbito de la seguridad, la criminalidad en Cataluña descendió un 6% en el primer trimestre de 2025 respecto al mismo periodo del año anterior, de acuerdo con los balances del Ministerio del Interior.

Por otro lado, el mercado del alquiler comenzó a moderarse: el precio medio del alquiler cayó casi un 5% en todo el territorio catalán en el primer trimestre de 2025 comparado con el mismo periodo de 2024, lo que supone la primera reducción significativa tras años de presión al alza, aunque persisten problemas ligados al incremento de alquileres temporales y de habitaciones. Así, los resultados de gestión parecen apuntalar la idea de que la estabilidad puede resultar productiva, más allá de cualquier relato de épica política.

Pero la política no admite treguas largas. Más allá de las peligrosas concesiones al insaciable nacionalismo y de la paz parlamentaria, la red de Cercanías sigue siendo un desastre diario que deteriora cualquier discurso modernizador. Las huelgas, los retrasos y las averías recurrentes erosionan la credibilidad de la Generalitat y del Gobierno central. Cataluña no puede hablar de modernización si, como denuncian a diario sus ciudadanos, tardan dos horas en cubrir veinte kilómetros de trayecto.

El mapa financiero ofrece otra amenaza. El futuro del Banco Sabadell se juega en un tablero donde el BBVA puede imponerse sobre el banco catalán en la última jugada. La absorción parece cuestión de tiempo. La pérdida de un centro decisorio en Sant Cugat tendrá consecuencias en empleo cualificado, fiscalidad y proyección empresarial. Frente a las dinámicas de los mercados, el margen político de maniobra es mínimo.

El único proyecto de envergadura en positivo es la ampliación del aeropuerto de El Prat. Un plan que, pese a resistencias ecologistas y vecinales, representa la posibilidad de reconectar a Cataluña con el mapa de los grandes hubs europeos. Si el president consigue desbloquearlo y colocarlo como símbolo de modernización, habrá encontrado un relato tangible al que agarrarse.

La oposición no ofrece alternativa clara. ERC anda desorientada tras perder el Govern. Busca un liderazgo que no aparece en la figura caducada de Oriol Junqueras. Junts está pendiente de los movimientos de Carles Puigdemont, atrapada en la duda de si jugar a la política catalana o a la española.

El PP de Alejandro Fernández sigue débil, sostenido más por la inercia madrileña que por su implantación real en Cataluña. Vox, testimonial, vive de la retórica contra la amnistía. Y en los márgenes, la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, agita con Aliança Catalana un discurso sobre inmigración que incomoda al resto de partidos y amenaza con crecer de manera exponencial en un terreno abonado por el descontento.

Frente a este panorama, el socialista catalán ha proyectado una imagen de seguridad política. No tanto por sus méritos como por la debilidad de quienes deberían disputarle el terreno.
El contraste con el escenario español refuerza su posición. Mientras el Gobierno central se envenena en un Madrid crispado por el emetrentismo político, Cataluña ofrece una versión insólita: una Generalitat que se presenta como ejemplo de certidumbre. La paradoja es evidente: la autonomía tantas veces señalada como problema es, por una vez, refugio de estabilidad.

El nuevo curso pondrá a prueba esa imagen. Los pactos con los comunes, con Esquerra o con Junts no son eternos. La paciencia de sus votantes tampoco. Illa juega con un capital político frágil: lo apoyan no tanto por lo que hace, sino por lo que evita. Pero tarde o temprano deberá demostrar que su proyecto es algo más que un paréntesis sosegado. Tendremos la oportunidad de debatirlo con alguno de sus protagonistas en el foro BCN Desperta! que Crónica Global organiza los días 16, 17 y 18 de septiembre en las instalaciones de Casa Seat en Barcelona junto a nuestros socios Metrópoli Abierta y El Español.

En cualquier caso, las cifras avalan el arranque: crecimiento económico, reducción del paro, descenso de la criminalidad y moderación de los alquileres. El desafío ahora es convertir estos datos en políticas estructurales capaces de resistir el tiempo.

Y ahí necesitará algo más que habilidad negociadora: coraje. Illa tendrá que ser valiente, capaz de marcar distancia respecto a sus socios coyunturales y, llegado el caso, incluso de desafiar a su propio partido. Sin independencia de esas servidumbres, cualquier intento de liderazgo quedará hipotecado antes de empezar.

Castelar lo anticipó: gobernar es prever. Azaña lo completó: la política sola no basta. Illa encara este septiembre con la responsabilidad de demostrar que tras la calma hay progreso. Que Cataluña no solo puede y debe ser gobernable, sino también competitiva. Y que la historia, por una vez, no se repita como farsa. Cataluña no necesita más épica, sino una página nueva. Illa tiene en sus manos el bolígrafo.