En su solemne preámbulo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce el derecho a rebelarse contra la tiranía: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Conviene recordar que esta declaración, renovada y ampliada varias veces, fue uno de los primeros resultados capitales de las revoluciones liberales, la norteamericana de 1776 y la francesa de 1789: desde entonces, entendemos que la democracia es lo opuesto a la tiranía.
Tiranía: el gobierno absoluto que incumple las leyes
¿Y qué debemos entender por tiranía? Aristóteles la definió para siempre como el sistema político donde un gobernante absoluto incumple las leyes vigentes; añadió de paso que la tiranía es por eso mismo el peor, más corrupto e injusto de los sistemas políticos. Un gobierno que incumple las leyes: no hace falta mucho más para concluir que España caerá en la tiranía si Pedro Sánchez consigue ser investido gracias a una obscena ley de amnistía negociada con sus beneficiarios, ley que puede comprarle los votos necesarios, pero que derogará de facto la ley de leyes, la Constitución.
Lo ha advertido expresamente el Poder Judicial en un manifiesto sin precedentes: “El Parlamento podría, si es que realmente nuestra Constitución lo legitimase para ello, aprobar una ley de amnistía con las características propias de toda ley que es su imperatividad, generalidad y abstracción; y, en aplicación de esa normativa concreta, adoptar la decisión de aplicar la amnistía a supuestos concretos y determinados y con los efectos ya contemplados en la ley general que, por otra parte, deberán aplicar los mismos Tribunales. Lo que no es admisible es que una ley ad hoc reconozca la institución para su aplicación a un supuesto concreto y determinado (…) El Parlamento no puede, por una mínima lógica constitucional, arrogarse, al amparo de mayorías coyunturales –que son depositarias, pero no titulares de la soberanía nacional—, incidir en concretas sentencias de los Tribunales declarando su nulidad, cualquiera que fuese la motivación que motivara esa declaración.”
Matar al Estado de derecho
Hemos padecido el indulto y la legalización preventiva de la sedición y la malversación para blindar la impunidad de la clase política cómplice, que no oculta su voluntad de reincidir, así que ya sabemos todo lo necesario sobre lo que cabe esperar de las ilimitadas ambiciones de Pedro Sánchez y su gobierno en funciones: liquidar la democracia blindando la impunidad política y extinguir la separación de poderes para desmantelar el judicial, haciendo imposible un gobierno distinto a la coalición de izquierda y separatismo.
Por si hubiera dudas, Tontxu Rodríguez, improbable secretario de Estado de Justicia (y hombre de las sentinas del socialismo vasco de Patxi López), ha insultado al CGPJ llamando okupas a sus miembros y tachándolo de “partido judicial”. Así pues, soportamos un Poder Ejecutivo omnímodo que invade las instituciones o ataca las que no puede controlar, a un Legislativo secuestrado que ni siquiera hace el ritual control del Gobierno de los miércoles, y un Poder Judicial acosado y calumniado. Si esto no es el prólogo a una tiranía, que nos expliquen qué es.
El contraste entre la conducta de un demócrata y la de un tirano lo ha proporcionado esta misma semana el también socialista António Costa, que ha dimitido como primer ministro de Portugal tras ser investigado por corrupción; Costa se ha justificado con este argumento impecable: no se puede gobernar una democracia mientras se está siendo investigado por corrupción. No es casual, sino causal, que Portugal vaya mejorando indicadores económicos y sociales mientras España no para de empeorar.
Una democracia sin Estado de derecho no es otra cosa que una cáscara vacía, una colección de formalidades sin consecuencias ni valor práctico alguno
Sánchez, en cambio, pretende controlar todos los poderes, incumpliendo la Constitución, para no ser nunca investigado por un poder independiente ni verse obligado a dimitir. De conseguirlo, matará al Estado de derecho, y una democracia sin Estado de derecho no es otra cosa que una cáscara vacía, una colección de formalidades sin consecuencias ni valor práctico alguno. Exactamente lo que hicieron tantas veces demasiados tiranos: mantener el texto de las leyes impidiendo que se cumplan cuando no conviene a la tiranía, convocar elecciones sabiendo de antemano el resultado y tratar a la oposición como decorativo monigote o prohibirla, encarcelarla o asesinarla (Mussolini después de 1922).
Movilizaciones y otras iniciativas
La tiranía impone el deber de rebelión democrática; la elección actual, que tantos hemos argumentado (mucho tiempo con el éxito de Casandra), es Sánchez y PSOE o democracia. Por eso debemos examinar todas las posibilidades legítimas para librarnos de Sánchez forzando su caída, desde movilizaciones pacíficas en la calle a declaraciones e iniciativas institucionales -como las de asociaciones judiciales y jueces individuales- y, si fuera necesario, la no colaboración y la huelga.
El Gobierno en funciones carece de legitimidad de ejercicio para criticar la movilización ciudadana tras anunciar que amnistiará -si puede- a los CDR, la organización terrorista que sembró el caos en Cataluña, y a sus responsables políticos (abriendo de paso la extensión de la amnistía al segundo lote en espera: los terroristas de ETA). Porque una de las consecuencias del desprecio activo y subversivo de la legalidad por parte del Ejecutivo es la siembra de la anomia, que abre la puerta al auge de la violencia, más manipulada o caótica que política.
Es la arbitrariedad del gobierno quien crea el clima adecuado para la proliferación de vandalismo, manipulación informativa y violencia gratuita
Y esta es una de las principales razones que reclaman una rebelión democrática: impedir que el autogolpe de Pedro Sánchez degenere en violencia incontrolable. Es la arbitrariedad del gobierno quien crea el clima adecuado para la proliferación de vandalismo, manipulación informativa y violencia gratuita; por eso mismo no deberíamos convertir en protagonistas del momento a los oportunistas sin escrúpulos, vándalos de los que debe ocuparse la policía y estúpidos habituales, incluyendo a los empeñados en ignorar que hoy los aprendices de asaltantes al Congreso, al estilo Donald Trump, no es una fantasmagórica ultraderecha, sino la gente de Pedro Sánchez intentando desmantelar el poder judicial y la legalidad.
John Locke, uno de los padres de la democracia moderna, estableció que si el gobierno incumple sistemáticamente la legalidad rompe el pacto social con los gobernados y obliga a regresar al punto de partida: la instauración o la restauración de un poder constitucional que garantice las libertades básicas y el Estado de derecho. El propósito de la rebelión democrática no es cambiar de régimen, sino restaurar la Constitución. Ya la cambiaremos como es debido a la luz de esta lamentable experiencia degenerativa. Ahora, consigamos que Sánchez dimita, se restauren las instituciones y celebremos nuevas elecciones generales.