JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 15/03/15
· El próximo 30 de mayo la final de la Copa del Rey enfrentará al FC Barcelona y al Athletic de Bilbao. Por tratarse del Campeonato de España de fútbol, al inicio del encuentro sonarán los acordes del himno nacional. Se teme que el himno no sea escuchado con el respeto que merece y que se produzcan pitidos a su son. Desde ciertos entornos del Barcelona y del Athletic se está planificando una pitada al himno con el objeto de convertir la final de la Copa en un escenario de reivindicaciones políticas independentistas. En este contexto surgen varios interrogantes. El primero relativo a la conveniencia o necesidad de iniciar el encuentro deportivo con el himno nacional. El segundo, sobre la mejor manera de garantizar el debido respeto al mismo.
El himno nacional –como la bandera– es un símbolo de la unidad de los españoles, es decir, de los valores comunes que compartimos, y nos identifica como miembros de una comunidad política determinada. En el caso que nos ocupa, la pertinencia de utilizar el himno nacional está fuera de toda duda. No se trata de la Liga de fútbol, ni de cualquier otro torneo o competición, sino del Campeonato de España, esto es, el que otorga a un equipo el título de campeón de fútbol de la nación, y lo hace merecedor, por tanto, del reconocimiento de todos los españoles. Ese es el sentido, igualmente, de que la Copa lleve el nombre del jefe del Estado (ha sido así desde los tiempos de Alfonso XIII) y se denomine actualmente Copa del Rey, quien la otorga en representación del conjunto de los ciudadanos.
En este contexto, jugar el campeonato implica aceptar las reglas y el significado del mismo. Por supuesto que, si no se comparten, es lícito no participar. Pero lo que no cabe es aspirar a convertirse en Campeón de España para al mismo tiempo pitar el himno y, en consecuencia, ofender al conjunto de ciudadanos españoles. Porque en la medida en que el himno nos representa a todos, los destinatarios del abucheo somos el conjunto de los españoles.
Establecido esto, la segunda y decisiva cuestión es: ¿debemos consentir esa ofensa? O más bien, ¿podemos impedirla?
Desde una perspectiva jurídica, la cuestión fue abordada ya en 1906 en la denominada Ley de Jurisdicciones. Una ley aprobada por un parlamento liberal, pero bajo la presión del Ejército, estableció que: «Los que de palabra, por escrito, por medio de la imprenta, grabado, estampas, alegorías, caricaturas, signos, gritos o alusiones, ultrajaren a la nación, a su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación, serán castigados con la pena de prisión correccional». Se trataba, obviamente, de una pena desproporcionada. Es contrario al principio de proporcionalidad castigar con privación de libertad la ofensa a un símbolo. Un siglo después, el Código Penal vigente (art. 543) establece una pena de multa para conductas como las comentadas: «Las ofensas o ultrajes de palabra, por escrito o de hecho a España, a sus comunidades autónomas o a sus símbolos o emblemas, efectuados con publicidad, se castigarán con la pena de multa de siete a doce meses». Para incurrir en el delito de ofensa o ultraje al himno nacional deben concurrir dos requisitos: uno objetivo, la publicidad; y otro subjetivo, el ánimo o intención despectiva respecto al símbolo.
Desde algunos sectores doctrinales, la protección penal de los símbolos nacionales ha sido criticada por considerarla una restricción ilegítima del derecho de libertad de expresión y de la libertad ideológica. Para algunos, la quema de la bandera o el abucheo del himno deben entenderse como una forma de expresión ideológica o política. Apelan en este sentido a la jurisprudencia de Estados Unidos. En ese país, el Tribunal Supremo (‘caso Texas vs. Johnson’, 1989) anuló la condena de un militante comunista que incendió la bandera nacional por entender que dicho acto constituía una manifestación de la libertad de expresión. A partir de esa decisión, en EE UU no se puede sancionar el ultraje a la bandera. Pero el caso norteamericano no nos vale puesto que se trata de un país con una tradición jurídica y política muy distinta.
La protección penal que nuestro ordenamiento jurídico dispensa al himno nacional es adecuada y proporcionada. Sin embargo, esa protección es muy difícil de otorgar en aquellas situaciones en las que la prohibición de ofensa al himno es incumplida por un amplísimo número de individuos –como es el caso de la pitada al inicio del encuentro deportivo–. Por ello, debemos reconocer que nos encontramos ante un problema político y social ante el que el derecho penal no ofrece respuesta satisfactoria. En casos así, la protección penal no sirve. Es preciso adoptar otro tipo de medidas. Y para ello no es preciso inventar nuevas fórmulas puesto que bastaría con aplicar las existentes en otros países de nuestro entorno que se han enfrentado a problemas similares. Baste señalar que, a raíz de una pitada al himno nacional francés, en 2008, las autoridades competentes, impulsadas por el presidente de la República, decidieron que, a partir de entonces, en el caso de que la Marsellesa no fuera escuchada con el respeto debido, el partido se suspendería de inmediato.
Habrá quien considere esto también desproporcionado, pero a mi juicio no lo es. Aunque conductas como la pitada al himno solo envilecen a quienes las practican, suponen un comportamiento incompatible con un orden de convivencia pacífico y civilizado, y guardan una peligrosa relación con el denominado ‘discurso del odio’, en este caso odio a los españoles, que es contrario al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Por ello, ni pueden ni deben ser toleradas.
JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 15/03/15