AUNQUE cada país es un mundo y cualquier extrapolación de uno a otro debe hacerse con cautela, la crisis de los partidos socialdemócratas europeos no se puede explicar desde una óptica exclusivamente nacional ni afecta sólo a los socialdemócratas.
El factor personal siempre influye y, de vivir hoy –con la fragmentación, caída de filiación, volatilidad del voto, cartelización y corrupción–, dudo que mi admirado Juan Linz mantuviera su opinión de que el desprestigio de los grandes partidos tiene más que ver con las expectativas irracionales o poco realistas de los ciudadanos que con lo que hacen o dejan de hacer sus dirigentes. Un caso que será largamente estudiado sin duda es el de Pedro Sánchez, quien finalmente el sábado se vio obligado a dimitir apenas dos años después de ponerse al timón del PSOE en una de las etapas más convulsas de este partido.
En sus investigaciones desde la universidad de Leiden, la profesora Ingrid van Biezen muestra que en el último tercio del pasado siglo los partidos del Reino Unido, Francia e Italia perdieron entre uno y dos tercios de sus miembros y los de los países nórdicos, entre un 50 y un 60%. «España –señala– es la única (nueva) democracia donde la filiación a los partidos ha crecido casi ininterrumpidamente desde la Transición, pero incluso en España el porcentaje del electorado afiliado es relativamente bajo (alrededor del 4%), inferior a la media europea».
Todos los partidos tradicionales han perdido apoyo, pero la izquierda moderada es la que más se ha resentido desde el colapso del bloque soviético en 1989, caída que se ha acelerado con la globalización, la revolución de internet y la gestión de la crisis financiera.
Antes de morir, en 2011, el influyente politólogo irlandés Peter Mair observó la sacudida sufrida por los sistemas de partidos europeos, congelados en la segunda mitad del siglo XX, tras la desaparición de la URSS.
En ningún país fue tan profunda esa sacudida como en Italia en lo que se conoció como el proceso de Manos Limpias a comienzos de los 90, que se llevó por delante a los partidos dominantes desde la Segunda Guerra Mundial, pero en todo el continente surgieron partidos nuevos y se produjo un realineamiento electoral.
A partir de investigaciones de la Universidad Católica de Leuven, el profesor de la Autónoma de Madrid Carlos Fernández Esquer publicaba el 1 de junio los datos sobre 18 países europeos entre 2005 y 2015.
«Si antes de la crisis, los partidos tradicionales del centro-izquierda y centro-derecha sumaban en torno al 40% de los votos, hoy el porcentaje se reduce a la mitad», concluía.
La austeridad aplicada a la crisis financiera en Grecia acabó con el bipartidismo hegemónico del PASOK, hoy marginal (un 4% en 2015), y de Nueva Democracia, que se habían repartido el poder en Grecia durante décadas, y en España facilitó la victoria del Partido Popular en 2011.
La recuperación de los socialdemócratas en la segunda mitad de los 90 abrazando el neoliberalismo de la llamada Tercera Vía les permitió en 1999 llegar a gobernar en solitario o en coalición en 13 de los entonces 15 miembros de la Unión Europea, pero el encantamiento duró poco.
Su reconversión les costó muchos votos y esa pérdida contribuyó a derrotas sucesivas en los 15 últimos años en Alemania, Suecia, Polonia, Italia, Holanda, Francia, el Reino Unido en 2010, España en 2011, 2015 y 2016, Portugal en 2011, y Finlandia y Dinamarca en 2015. La hemorragia continúa y la crisis en el PSOE español es sólo un nuevo eslabón de la cadena.
Según un informe del Economist del 1 de abril, buena parte de ese voto se ha ido a los populistas antimercado en el sur de Europa y antiinmigración en el norte, pero también a partidos de la izquierda alternativa (feministas, verdes, piratas…), a liberales, al centroderecha y al «partido de los que se quedan en el sofá».
Magdalena Ogorek, candidata de la otrora poderosa Alianza Democrática de la Izquierda en Polonia, sólo obtuvo un 2,38% de los votos en las presidenciales de mayo.
En las elecciones británicas del año pasado, los laboristas se quedaron con 232 escaños (30,4% de los votos), 48 menos que en 2010, que les condenan al menor peso parlamentario que han tenido desde que Neil Kinnock perdió ante Margaret Thatcher en 1987. Su dirigente, Ed Milliband, presentó inmediatamente la dimisión.
Según el Politbarometer de junio, el partido socialdemócrata alemán (SPD) se ha desplomado en la intención de voto. A 15 meses de nuevas elecciones, sólo contaba con el apoyo de un 21%, el peor resultado desde la unificación pilotada por Helmut Kohl hace 25 años. Su líder, Sigmar Gabriel, es de los peor valorados.
Las grandes coaliciones con Angela Merkel le están pasando una elevada factura, lección fundamental para comprender la resistencia de los socialistas españoles desde las elecciones del 20-D a una coalición o pacto de gobierno con el PP de Mariano Rajoy en aras de la estabilidad.
Los años gloriosos de los socialistas austriacos dirigidos por Bruno Kreisky (1970-1983), con Willy Brandt y Olof Palme, el gran protector de Felipe González en la Internacional Socialista en los años más difíciles de la Transición española, dieron paso a coaliciones de socialdemócratas (SPO) y conservadores (OVP) que han desgastado a los dos, dejando un vacío que han ido ocupando la nueva derecha (FPO) y los verdes.
En las presidenciales de mayo, anuladas en julio por el Constitucional, el candidato de la ultraderecha, Norbert Hofer, perdió frente al candidato verde, Alexander van der Bellen, por sólo 30.863 votos (un 0.6%). Ni el SPO ni el OVP llegaron a la segunda vuelta.
Para frenar el avance del Frente Nacional de Marine Le Pen en las regionales francesas de 2015, el partido socialista de François Hollande y el centroderecha de Nicolas Sarkozy acordaron listas únicas en la segunda vuelta. Funcionó. Tras ganar en seis de las 12 regiones metropolitanas en la primera vuelta, el FN no logró el control de ninguna en la segunda.
En las presidenciales de 2002 los socialistas de Lionel Jospin, eliminado en la primera vuelta, apoyaron a Jacques Chirac en la segunda para impedir no sólo la victoria sino un buen resultado de Jean-Marie Le Pen. También funcionó. El entonces líder del FN se tuvo que conformar con un 17,79% de los 31 millones de votos.
LA GRAN interrogante que pende hoy, como espada de Damocles, sobre toda Europa es si podrá funcionar la misma pinza en las presidenciales de la próxima primavera con un presidente Hollande tan desprestigiado y la derecha fracturada.
El nuevo Gobierno británico de Theresa May confía en contar con gobiernos más antieuropeos en París y Berlín antes de enseñar sus cartas sobre el Brexit en 2017.
Después de François Mitterrand, que presidió Francia entre 1981 y 1995, los socialistas gobernaron en cohabitación con el presidente Chirac entre 1997 y 2002, y recuperaron el Elíseo y la mayoría en la Asamblea Nacional en 2012, pero en las europeas de 2014 obtuvieron poco más de la mitad de votos que el FN y un 7% menos que la derecha (UMP).
Mair atribuye este fenómeno europeo a «la banalización de la democracia», un cajón de sastre en el que caben desde la despolitización a la revolución en las comunicaciones, la financiación de los partidos, el populismo, el nacionalismo y los miedos que generan en una capa creciente de la sociedad la impotencia o incapacidad de gobiernos y organizaciones, empezando por la Unión Europea, para hacer frente a los efectos más negativos de la globalización.
Todo poder desgasta, pero si, como ha hecho el centro-izquierda, se ejerce renunciando a los principios de justicia e igualdad que eran su razón de ser, deja un vacío propicio para el auge de todo tipo de demagogos.
Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.