El declive del imperio americano

LIBERTAD DIGITAL 10/11/16
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ

· ¿Clinton o Trump? Qué más da.

A todos los imperios les llega el instante fatal de la decadencia. Más pronto o más tarde, pero a todos les llega. A todos, sin excepción. Le llegó a Roma, le llegó a España, le llegó a la Gran Bretaña, le llegó a la Rusia soviética. ¿Por qué no le iba a ocurrir también a los Estados Unidos? Gane quien gane las elecciones, que en el fondo es lo de menos, quien todavía fantasee a estas alturas con revivir el viejo mito del sueño americano lo mejor que puede hacer es coger un avión y empadronarse en cualquier ciudad de… Dinamarca. Y es que, a día de hoy, nacer pobre en los Estados Unidos equivale a tener todos los números de la rifa para morir igual de pobre setenta y muy pocos años más tarde. En el caso de los Estados Unidos, hiperpotencia que como siempre ha ocurrido en la Historia despierta mucha más rendida fascinación entre los metecos de las colonias que entre los propios nativos, el punto de inflexión, ese instante fatídico a partir del cual los imperios comienzan a entrever su ocaso, se remonta a los años sesenta del siglo pasado, cuando se vino abajo al súbito modo la arquitectura financiera mundial diseñada en Bretton Woods.

Si hubiera que señalar un instante a partir del cual la República imperial inició su declive, sin duda, sería ese. Y es que, desde aquel entonces, 1973, Estados Unidos no ha hecho más que vivir a crédito del resto del mundo desarrollado, esto es, de Europa Occidental y Japón. Tan deslumbrante, la exuberancia norteamericana del último tercio del siglo XX y los primeros ocho años del XXI no se puede explicar sin el dinero del resto del planeta que no cesó de acudir en tropel a Wall Street, hasta que el inmenso castillo de naipes se derrumbó sobre sí mismo. Aunque parezca increíble, sobre todo a oídos de sus muy devotos admiradores europeos, Estados Unidos se pasó nada menos que treinta y cinco años seguidos, desde 1973 hasta la bancarrota de su sistema financiero en 2008, gastando cada año en productos extranjeros un 6% más de lo que podía pagar con sus ingresos por exportaciones. Pero no solo eso. Durante los mismos siete lustros consecutivos el Estado yanqui gastó todos los ejercicios mucho más dinero del que ingresó vía impuestos. ¿Y cómo lo hizo?, se preguntará el lector. Pues, muy fácil, porque el dinero llamado a cubrir la diferencia entre sus ingresos y sus gastos también lo aportó el resto del planeta.

Dicho de otro modo, Estados Unidos ha vivido a crédito (de nosotros) durante treinta y seis años consecutivos. El cómo lo consiguió sería materia para otro artículo, pero no hace falta ser un gran economista para comprender que tal estado de cosas era insostenible en el tiempo, que antes o después tendría que derrumbarse el sistema todo. Y Lehman Brothers no fue nada más que eso, el catalizador de un desplome sísmico que necesariamente tenía que ocurrir en algún momento. Y el momento llegó en 2008. Pero no acaba ahí la cosa. Desde 1973, no solo el Estado norteamericano y su sector exterior estuvieron viviendo a crédito, sus ciudadanos, los habitantes del país, también lo hicieron. Sí, los norteamericanos de a pie estuvieron haciendo compras a crédito durante esos mismos treinta y cinco años seguidos. Hasta el día en que su sistema bancario, simplemente, reventó. Desde entonces, nadie, ni ellos ni nosotros, ha vuelto a levantar cabeza. Porque antes del declive del imperio el mundo disponía de un consumidor de última instancia, el pueblo norteamericano, que absorbía todos los excedentes productivos de Europa y Japón, lo que hacía que el engranaje del capitalismo global siguiese rodando año tras año. Pero el engranaje se paró de golpe en 2008. Y parado sigue hoy. La decadencia, ya se sabe. ¿Clinton o Trump? Qué más da.