En ese contexto de inflación verbal, de vaciado permanente del significado de las palabras, es necesario hacer un esfuerzo continuo de reubicación política, de saber ver más allá de las palabras, de ver el árbol en el bosque, de no perderse en el torbellino de insinuaciones, tácticas y seducciones que conforman la maraña de la política vasca.
Sabemos, por experiencia propia, que la inflación erosiona el valor del dinero: uno cree tener algo, bastante o mucho dinero, cuando en realidad la inflación se ha comido buena parte de ese valor. La inflación no sólo ataca al valor del dinero. Existe también en otros ámbitos importantes de la vida. Por ejemplo, en el lenguaje.
Y, si bien es cierto que todo el lenguaje está sometido a una presión inflacionaria tremenda, el lenguaje político lo está de forma especial; y, dentro del lenguaje político, el utilizado en Euskadi, especialmente por el nacionalismo, está sometido a una presión superinflacionaria: las palabras no significan nada, a veces incluso lo contrario de lo que parecen significar.Así, por ejemplo, cuando el Gobierno vasco ha planteado recientemente establecer un calendario para proceder a la transferencia de las competencias pendientes, ha hablado de la debida lealtad institucional. Pero que nadie crea que entre esas instituciones está la Constitución española, ni que la lealtad del gobierno tripartito se extiende a ella.
En ese contexto de inflación verbal, de vaciado permanente del significado de las palabras, es necesario hacer un esfuerzo continuo de reubicación política, de saber ver más allá de las palabras, de ver el árbol en el bosque, de no perderse en el torbellino de insinuaciones, tácticas y seducciones que conforman la maraña de la política vasca. En resumen: es necesario esforzarse una y otra vez para mantener viva la conciencia de los problemas que realmente importan.
Hemos pasado en pocos meses del plan Ibarretxe a los nuevos escenarios para la pacificación y la normalización, y de éstos a plantear el cumplimiento del Estatuto de Gernika. Eso sí: sin saber si realmente hemos pasado de una situación a otra, o si todas las situaciones siguen siendo válidas y reales, yuxtapuestas como si no existiera contradicción alguna entre ellas. Entre tanto ir y venir, entre tanta táctica, entre tanto anuncio de tiempos nuevos que sólo sirve para ocultar que no se ha renunciado a lo que caracterizaba a los viejos, nos hemos casi olvidado de que ETA existe, de que siguen existiendo sus amenazas, sus extorsiones, su reorganización permanente, sus bombas.
Pero el problema de ETA sigue existiendo, y no sólo como el problema de los presos de ETA, sino como el terror de ETA sobre determinados sectores de la sociedad vasca. Es una verdad de perogrullo, pero es preciso recordarla una y otra vez. Para que su recuerdo no sólo venga de la mano de las bombas que hace explotar, o de algo peor todavía. La idea de que quizá estemos en un momento que nos permite pensar en su fin no nos debe llevar a confundir la esperanza de que así pueda ser con la creencia de que ya ha sucedido.
ETA y su terror siguen siendo nuestro problema más grave. Pero la forma de afrontar ese problema es nuestro segundo problema más grave. Y no me refiero tanto a la combinación de preservar los principios del Estado de Derecho, es decir, la reafirmación de que no puede haber ningún precio político por la desaparición de ETA, con la afirmación de que la política puede ayudar a su desaparición, lo cual ha sido causa de más de una mala interpretación en los ámbitos nacionalistas más radicales.
No. Me refiero a otro problema, al problema de querer afrontar la desaparición de ETA desde la perspectiva de que ya ha desaparecido, desde la perspectiva de que ETA no existe, de que nunca ha existido.En una especie de anticipación extremadamente peligrosa de una desaparición posible, pero que no se ha producido aún, determinado nacionalismo está actuando como si en Euskadi se pudiera hacer política como si ETA no hubiera existido, como si ETA no hubiera esgrimido razones, las suyas, para asesinar, como si ETA no hubiera buscado explicaciones y justificaciones en determinados proyectos políticos para asesinar a ciudadanos vascos y españoles. Y esta voluntad de un determinado nacionalismo vasco de hacer política y plantear el futuro de Euskadi como si ETA no hubiera existido significa querer hacer política como si las víctimas, los asesinados por ETA, no existieran.
Este segundo problema puede resultar de una gran gravedad para el futuro político vasco, porque significa pretender construir el futuro de la sociedad vasca sobre la obligada desmemoria, sobre el olvido más absoluto. Es un problema grave porque significa la absolución de todas las culpas, la autoabsolución que se imparte el nacionalismo vasco a sí mísmo de todas sus responsabilidades, y la autoabsolución que una gran parte de la sociedad vasca se otorga a sí misma por su indiferencia ante el sufrimiento que ha supuesto para muchos ciudadanos vascos y españoles el terror de ETA. Sobre un olvido así, sobre una autoabsolución parecida no puede construirse ningún futuro político.
Pero además existe un tercer problema de envergadura para la cultura y la vida democráticas. El olvido y la desmemoria obligada sobre la que se quiere asentar el futuro de la sociedad vasca están en función de una comprensión de la democracia que encierra graves peligros. Precisamente para que la memoria de ETA, para que el recuerdo de las víctimas, de los asesinados, para que el respeto al significado político de las víctimas y de los asesinados no tengan efecto alguno, es preciso proclamar como el máximo de la democracia, como el principio supremo de la democracia, la legitimidad de todas las ideas, de todos los planteamientos, de todos los proyectos, con independencia de sus contenidos.En esta comprensión distorsionada de la democracia, da igual la defensa de un constitucionalismo garantista que la defensa de la apropiación del todo del espacio público por un sentimiento particular. La única condición que admite esta comprensión de la democracia es que la defensa de todos los proyectos se haga por medios pacíficos. E incluso esta condición no puede plantearse de modo retroactivo: no importa qué conexiones han podido tener determinados proyectos en el pasado con la violencia y el terror.Lo que importa es que en el futuro su defensa se haga de forma pacífica.
Ninguna democracia ni ningún Estado de Derecho, sin embargo, pueden subsistir sobre la base de declarar democráticamente legítimo un proyecto que defienda pacíficamente la inferiroridad de las mujeres, la inferioridad de alguna raza, la minusvaloración de los disminuidos, la superioridad de la raza aria, el antisemitismo, la marginación de los sinti y roma, el derecho ilimitado de un interés particular, económico, cultural o identitario.
Más bien al contrario: Estado de Derecho significa el sometimiento de todos los intereses, todas las identidades y todas las creencias a la ley que vale para todos sin reparo de interés, de identidad o de creencia. Este sometimiento significa la particularización de intereses, identidades y creencias. Implica su limitación, de forma que el espacio público de la democracia surge precisamente cuando los intereses, las identidades y las creencias renuncian a su pretensión de exclusividad, a su voluntad de ser las únicas que definan el conjunto del espacio público.
Alguien ha escrito que determinados nacionalismos periféricos han hecho su Bad Godesberg, la famosa transformación de los socialistas alemanes en socialdemócratas, porque han descubierto el pragmatismo, aunque sigan apegados a sus reclamaciones sentimentales. El verdadero Bad Godesberg, la verdadera democratización, sin embargo, resulta de aceptar la limitación del sentimiento de cada uno, por muy colectivo que sea, para que todos tengan sitio en el espacio público que es la democracia desde la renuncia a la pretensión de exclusividad.
Joseba Arregi. El Mundo, 3/8/2005