Ignacio Camacho-ABC
- La obsesión de Sánchez con Ayuso trasciende la rivalidad política para adentrarse en el terreno de la patología narcisista
Madrid es la federación socialista más ridícula de España. Los presidentes del Gobierno del PSOE militan en una agrupación incapaz de alcanzar el poder autonómico desde 1995, cuando se fue Joaquín Leguina, al que Sánchez agradeció su hoja de servicios expulsándolo del partido. Ni siquiera la corrupción del PP evitó que las elecciones regionales se hayan convertido en una trituradora de políticos, alguno de los cuales quizá mereciera mejor destino que el servir de carne de cañón para el candidato popular de turno, se llame Gallardón, Aguirre, Cifuentes o Ayuso. Sólo Gabilondo logró ganar unas elecciones, pero sin conseguir que le cuadraran los números, y luego hasta la formación de ¡¡Errejón!! y Mónica García le ha arrebatado la primogenitura de la izquierda a partir de 2021. Antes de 2027 todavía tienen tiempo de quemar a unos cuantos más en el intento de apoderarse de una comunidad que claramente cojea del pie derecho. La dimisión forzada de Juan Lobato parece haber abierto de nuevo el concurso de méritos. Se busca una cabeza para pasar por el degolladero.
La obsesión de Sánchez con Ayuso es típica de una patología narcisista. Sorprende que un líder de perfiles tan cesáreos se haya obcecado de ese modo con una dirigente de menos rango. Si se tratase de una estrategia para empequeñecer a su verdadero adversario –que por ahora es Feijóo y con alta probabilidad lo será al menos hasta que pegue otro gatillazo– resulta evidente que sólo le sirve para cosechar fracaso tras fracaso. Reveses personales, además, puesto que es él quien se afana en una disputa cara a cara, obviando a sus propios peones para involucrarse a fondo en las campañas y acabar siempre recibiendo un disparo por la culata. Es posible que piense, o le hayan hecho creer, que el enfrentamiento directo le sirve fuera de Madrid para agitar el estereotipo de una derecha cimarrona capaz de movilizar a todo el espectro del sedicente ‘progresismo’. Pero si así fuera, la realidad le está dejando por el camino, revolcón tras revolcón, jirones de un prestigio que ya tiene bastante comprometido.
La operación de acoso al novio de la presidenta a través de la Fiscalía del Estado ha derivado en el enésimo contratiempo, esta vez con ribetes esperpénticos. De nuevo ha medido mal la entidad del rival antes de sentarse a la mesa de juego con alguna posibilidad de éxito. Todos los colaboradores que ha pringado en el empeño van a ir desfilando por el Supremo. La rabia –todo empezó por el escándalo de Begoña Gómez y la urgencia ciega de encontrar una respuesta– suele ser mala consejera, en especial cuando va unida a la soberbia. El Napoleón de la Moncloa ha encontrado en Madrid otro dos de mayo, y ahora no es un simple desplante protocolario como el del pasado año. El problema no era el alobado Lobato, sino la ofuscación de un gobernante ante el espejo cóncavo de su ego descalabrado.