Antonio Garrigues Walker y Luis Miguel González de la Garza-ABC

  • El engaño persistente y continuado tiene efectos peores que el error, como es la confusión social intencional. Del error se puede salir; de la confusión, no, y las sociedades confusas son el peor efecto de la posverdad

Las democracias deben basarse en la veracidad de sus representantes para que estas puedan funcionar correctamente. Sin embargo, la época de la posverdad en la que vivimos ha causado verdaderos estragos en el uso político indiscriminado de la mentira como en ningún momento histórico del pasado; sin las tecnologías electrónicas esto no hubiese sido posible en la escala y magnitud que podemos hoy apreciar.

No existe un derecho jurídico a exigir veracidad o cumplimiento de sus promesas por parte de nuestros representantes políticos. Puede esto parecer quizás inconcebible, ya que en la figura de la que trae causa la representación, la civil, sí que existe esa responsabilidad jurídica; la clave, pues, se encuentra en la expresión ‘representación política’. Recordemos que esta, a diferencia de la civil, está desconectada por completo de la verdadera responsabilidad, nada menos que a través de la propia Constitución, cuando prohíbe en el apartado segundo de su artículo 67 el mandato imperativo: es decir, cumplir jurídicamente con sus promesas o no engañar. Si a lo anterior añadimos la prerrogativa parlamentaria como la inviolabilidad recogida en el apartado primero del artículo 71 de nuestra Constitución, que señala que los diputados y senadores gozarán de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, obtenemos un poder prácticamente ilimitado para el engaño, sin consecuencia jurídica alguna.

Toda responsabilidad se traslada hacia un concepto jurídico indeterminado, denominado ‘responsabilidad política’ y que es, sencillamente, irresponsabilidad jurídica. En la política, la mentira ha sido frecuente en la historia de la humanidad –más que la verdad, precisemos–, pero en la actualidad los medios electrónicos han hecho de esta una forma normal de comunicación. Hoy no se usa la expresión política para razonar entre seres racionales, sino como un instrumento de propaganda capaz de ignorar por completo la verdad y ser reemplaza por los relatos plagados de engaños que circulan por los circuitos virtuales de la información, desde las redes sociales hasta los medios de prensa y televisión más convencionales.

La clave, pues, es el precio del engaño en la política: si carece de precio jurídico engañar a los ciudadanos, se les engañara sin pudor y de forma mecánica y descarada, porque nada pone freno a ese uso político de la mentira, del engaño y de la propaganda por alcanzar el poder. De hecho, y a poco que se estudian los mensajes políticos de muchos de nuestros representantes, tanto en nuestro país como fuera de él, encontramos la primitiva pero eficaz alquimia del engaño social que elaboró el ministro de la propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, en sus bien conocidos once principios, de recomendable lectura.

Pero una sociedad basada en el engaño político persistente sufre repercusiones sociales profundamente dañinas, empezando por el efecto de la imitación. Los ciudadanos imitan la conducta de sus políticos para bien y para mal, como modelos, continuando por el desconocimiento de la realidad y sus consecuencias nefastas en todos los órdenes humanos de la convivencia. Podemos convenir en que cada persona puede tener su propia opinión sobre cualquier tema; sin embargo, nadie está autorizado a tener sus ‘propios hechos’ sobre tales temas. El engaño trata precisamente de desvirtuar los hechos para intentar crear realidades alternativas –’relatos’ decimos hoy– con finalidades siempre dañinas para la sociedad. El engaño persistente y continuado tiene efectos peores que el error, como es la confusión social intencional. Del error se puede salir; de la confusión, no, y las sociedades confusas son el peor efecto de la posverdad, ya que manipularlas es sencillo mediante la anulación de la razón por la emoción, al reducir al ser humano a sus sentimientos primarios y no a la razón, donde la plaza publica se fragmenta en virtud de la hemofilia de las identidades intolerantes y se exacerba por el fenómeno de la acrofilia, o amor a los extremos, que hace que los grupos se ultrapolaricen, generando genuino odio.

Es por ello por lo que un derecho como el derecho a no ser engañado es tan importante para la sociedad, para cualquier sociedad, defendiendo a los más vulnerables de la manipulación de sus emociones por una política cortoplacista y desaprensiva, que abusa de todos sus instrumentos mediáticos para convencer de sus postulados contra los hechos. El derecho a no ser engañado es una pretensión jurídica no de impedir la libertad de expresión, sino de prohibir la manipulación de los poderosos en su ambición a cualquier precio para conseguir sus objetivos políticos bajo el principio de que el fin justifica los medios.

El derecho a no ser engañados parte del principio opuesto de que no hay fines que justifiquen cualquier medio y, en particular, el engaño, por parte los poderes públicos a los ciudadanos, un engaño que debe ser sancionado jurídicamente de diversas formas, desde las más restrictivas, como el Derecho Penal, a la responsabilidad civil de las organizaciones políticas mendaces, u otras formulas que anuden al engaño consecuencias para quienes las generen, ya que el beneficiario final de esos castigos serán sociedades más sanas donde se pueda restablecer la confianza hoy perdida en su clase política.

No se debe dudar de que hay eficientes formulas de control del engaño. Las hay, sin duda, como el derecho a no ser engañados que exigirán tribunales o jurados capaces de identificar y sancionar tales tipos de conductas. Si alguna gran virtud tiene la ciencia del Derecho es su capacidad de diseñar nuevas salvaguardias frente a nuevos problemas, pero no olvidemos que los enemigos de la verdad son poderosos y siempre se resistirán a ser controlados. Las grandes democracias, las democracias que salgan triunfadoras de la pesadilla de la posverdad, serán aquellas en las que sus mejores mujeres y hombres se sienten a pensar y a diseñar las herramientas jurídicas de la libertad, y el derecho a no ser engañados es sin duda una de esas herramientas, que se adoptarán en las democracias más avanzadas para salvaguardar jurídicamente las libertades de sus ciudadanos y dificultar que la clase política pueda engañar a los ciudadanos a los que se deben bajo cualquier ideología y por encima de esta.