Luis María Cazorla Prieto-ABC

Presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España

  • El camino escogido por la admirable Transición española hacia la democracia se basó, entre otras cosas, en un gran respeto al Derecho y especialmente a sus procedimientos como método más adecuado para el logro de metas políticas, incluso las radicalmente opuestas a aquello desde lo que se parta, como ocurrió entonces

Mi actividad de abogado del Estado en la entonces Audiencia Territorial de Oviedo durante los primeros meses de 1975 requería el manejo constante de la avanzada legislación administrativa aprobada en la década de los cincuenta y sesenta de ese siglo e impulsada por una generación de gigantes del Derecho de la que, por poner solo dos ejemplos, formaban parte Eduardo García de Enterría y Fernando Sáinz de Bujanda. Por el contrario, la Constitución más formal que material y sustantiva, las llamadas Leyes Fundamentales del Reino, parecían no existir en la aplicación diaria del ordenamiento jurídico que mi profesión de entonces imponía. Si esta era la realidad sobre la que actuaban la mayoría de los operadores jurídicos de entonces con respecto a lo que podríamos llamar superestructura y estructura jurídicas, en el acontecer político la primera, las Leyes Fundamentales, era un gigante con pies de barro que a duras penas se mantenía en pie.

Como señalan Jorge de Esteban y Pedro González-Trevijano: «Tras la muerte del general Franco, el 22 de noviembre de 1975 se proclamó Rey a Juan Carlos I, después de jurar según lo previsto en el artículo 9 de la Ley de Sucesión», es decir, una de las Leyes Fundamentales que fue aprobada el 26 de julio de 1947. Juan Carlos I heredó, pues, toda la tambaleante superestructura jurídica de las Leyes Fundamentales, entre las que descollaba por su afán de institucionalización del régimen de Franco la Ley Orgánica del Estado de 1967. Según esta Ley, Don Juan Carlos encarnó a título de Rey una Jefatura de Estado personalista y autoritaria, acorde con lo cual, entre otras exorbitantes competencias, «personifica la soberanía nacional», «ejerce el poder supremo político y administrativo», le corresponde «designar y relevar de sus funciones al presidente del Gobierno, al presidente de las Cortes y demás altos cargos de la forma prevista por las leyes», y «dirige la gobernación del Reino por medio del consejo de ministros», según el texto literal de dicha Ley. Esto trajo consigo que en aquel momento histórico el poder autocrático de Franco, con la fachada de institucionalización formal que supuso la Ley Orgánica del Estado, pasó jurídicamente por completo a manos de Don Juan Carlos, sin que la entronización del 22 de noviembre de 1975 entrañara de por sí ningún cambio jurídico.

Sin embargo, el discurso que el 22 de noviembre de 1975 pronunció el ya Rey ante las entonces Cortes Españolas rezumaba un embriagador aroma de radical cambio político y jurídico para el futuro. Dijo, entre otras cosas, «la institución que personifico integra a todos los españoles»; «la Patria es una empresa colectiva que a todos compete»; «una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión»; «Europa debe contar con España y los españoles somos europeos». Ya sin veladuras proclamó su compromiso con el establecimiento de un sistema democrático pleno en el importante discurso que pronunció ante el Congreso de Estados Unidos el 2 de junio de 1976. Por fin, como señaló Antonio Hernández Gil en la ‘laudatio’ que desarrolló el 20 de diciembre de 1984 en el acto de investidura de Juan Carlos I como doctor honoris causa de la Universidad Complutense: «El Rey no dudó un momento sobre cual debía de ser su actitud ni en los días largos de la espera ni en los días apremiantes de las decisiones. La fusión en Él de su condición de Rey con una profunda convicción democrática ha producido a la vez un giro en el curso de la historia y un feliz desenlace no solo para el último de los grandes problemas españoles, sino para todos aquellos problemas que se habían ido acumulando en España a raíz de la esperanzadora Constitución de 1812».

Con el aliento de este espíritu democratizador, la cuestión primordial que había que despejar en aquellos meses cruciales residía en cómo proceder para alcanzar las metas que se apuntaron en los discursos invocados líneas atrás. ¿Se optaba por arrumbar la superestructura constitucional aun formalmente en vigor con una ruptura total o se optaba por encaminarla decididamente hacia el sistema democrático al que se aspiraba llegar forzando al máximo los cauces jurídicos vigentes?

En medio de un sinnúmero de grandes dificultades políticas, económicas y sociales, se escogió la segunda alternativa. El espíritu del discurso inicial de Don Juan Carlos y su constante impulso articulado más o menos en la trastienda insufló las velas de un barco que iba a tener que navegar en un mar cuajado de peligros de toda clase: el mar de la ruptura total del moribundo andamiaje constitucional existente a finales de 1975 camuflada de reforma.

Como fruto del triunfo de este último planteamiento –la que llamó Pablo Lucas Verdú ‘La octava Ley Fundamental’ en un influyente libro– exigió un auténtico encaje de bolillos cuya regla de oro fue el respeto a los cauces jurídicos preestablecidos para llegar a metas jurídico-constitucionales muy distintas de las propias de aquello desde lo que se arrancaba. No es ocioso recordar lo que el artículo primero de la Ley de Reforma Política, haciendo trizas el entramado constitucional que Don Juan Carlos había heredado, proclamó: «La democracia, en el Estado español, se basa en la supremacía de la ley, expresión de la voluntad soberana del pueblo. Los derechos fundamentales de la persona son inviolables y vinculan a todos los órganos del Estado».

A la postre, se terminó llegando al sistema democrático pleno, a cuyo fin el ordenamiento jurídico en su escalón superior fue llevado hasta sus más extremados límites transformadores de la mano de las aspiraciones y presión populares, de la inteligencia y altura de miras de fuerzas políticas de toda clase, del aliento indesmayable de Juan Carlos I y del pulso jurídico-político firme de Torcuato Fernández-Miranda. Como consecuencia de tan enrevesada operación, con su beneplácito el Rey acabó desposeído del descomunal poder político y jurídico que había recibido en noviembre de 1975 para convertirse en un auténtico Rey constitucional según la Constitución que acabó siendo sancionada y promulgada en diciembre de 1978, y a cuyo amparo España ha vivido muchos años de fructífera alternancia democrática, prosperidad material y estabilidad política.

En suma, el camino escogido por la admirable Transición española hacia la democracia se basó, entre otras cosas, en un gran respeto al Derecho y especialmente a sus procedimientos como método más adecuado para el logro de metas políticas, incluso las radicalmente opuestas a aquello desde lo que se parta, como ocurrió entonces. No se puede decir lo mismo de lo que vivimos en España desde hace tiempo. Se respira desgraciadamente un peligroso desprecio al Derecho y sus exigencias a la hora de conseguir cualquiera de los fines políticos muy variados que la Constitución de 1978 puede cobijar. Asistimos a épocas malas para el respeto al Derecho y para el asesoramiento de los juristas sobre la forma adecuada jurídicamente que sirva para articular las directrices políticas que puedan recibir.

SOBRE EL AUTOR

Luis María Cazorla Prieto

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