SAMI NAÏR-EL PAÍS

  • El precedente de 2015 no debe repetirse, hay que elaborar medidas para los refugiados

La crónica anunciada de una llegada masiva de refugiados ha llegado a su desenlace. Lo sabíamos desde hace meses, lo advertimos desde semanas, y los vemos ahora diariamente, entre los atentados de Kabul, la huida desesperada de mujeres, niños, hombres, que reclaman solidaridad. De la noche a la mañana, se han convertido en personas desamparadas, que habían creído en un Afganistán libre de la violencia de los talibanes, y embarcado en la ilusión de un sistema respetuoso de la dignidad humana.

Son ciudadanos humildes, que trabajaban en las instituciones locales, civiles, económicas, educativas, sanitarias y que, por no haberse sumado como otros a la sublevación integrista, serán, en adelante, rehenes del retornado régimen. Es el precio de una guerra civil que nunca se detuvo en este desgraciado país desde la llegada al poder de los talibanes y que se volvió aún más sangrienta con la intervención estadounidense y aliada europea.

El mundo debe acoger a los afganos solicitantes de refugio. Estados Unidos debe afrontar su cuota, en proporción a su enorme responsabilidad en esta catástrofe humanitaria. Los errores de George W. Bush se pagan hoy, otra vez, con vidas destrozadas. El actual presidente, Joe Biden, lo reconoce implícitamente, reprochando a su antecesor, Donald Trump, no haber querido negociar la retirada progresiva del Ejército estadounidense para no asumir las consecuencias humanas trágicas que ocurrirían.

Europa, aunque sumida en una grave crisis sanitaria y económica, no puede, sin embargo, limitarse a proclamar al aire el respeto de los derechos humanos, abriendo solo una pequeña ventana de entrada a los afganos. Si 2015 fue el año de los grandes desplazamientos mixtos, por la concurrencia en las mismas rutas de inmigrantes económicos, este argumento no puede alegarse ahora en el territorio de la UE para restringir los derechos de los refugiados afganos. Reúnen hoy el perfil idóneo para la aplicación, en toda su extensión, de la Convención de Ginebra sobre los refugiados.

España acaba de responder dignamente a este desafío humano, y no es el país más rico de Europa. ¿Qué hacen los demás? ¿Y los países del Este? ¿Dónde se encuentra la posición común humanitaria que toda la Unión Europea se debe comprometer a defender? ¿De nuevo nos esperaremos una acogida incómoda y cicatera como en 2015? ¿La acogida se reducirá a la relacionada con colaboradores afganos diplomáticos o técnicos de las fuerzas europeas de ocupación?

El precedente de 2015 no debe reproducirse; se necesita urgentemente elaborar, con todos los países limítrofes de Afganistán, medidas de tutela y estabilización de los refugiados, bajo el control de la ONU; se necesita negociar, desde ahora, con las nuevas autoridades talibanas las condiciones de protección de los que deseen salir del país. Los refugiados afganos no llaman solo al deber de solidaridad humana, sino al reconocimiento del derecho al socorro, emblema de la civilización que pretendemos representar. Los recientes atentados del aeropuerto de Kabul demuestran que los enfrentamientos entre integristas no se van a paralizar rápidamente. Europa no debe fallar ahora.