Editorial en EL CORREO, 26/6/2011
El cumplimiento de las leyes no admite atajos y es inexcusable para todos. Ante cualquier transgresión o desafío, jueces y Gobierno tienen la obligación de actuar con serenidad pero de forma clara y rotunda.
La coalición Bildu, llegada al juego democrático gracias a una controvertida decisión del Tribunal Constitucional, consiguió en las urnas una relevante cuota de poder en Euskadi con el mensaje de romper con el pasado y abrir una nueva etapa que pusiera un fin definitivo a la violencia. Sin embargo, sus primeras decisiones y declaraciones comienzan a poner en entredicho ese objetivo. Sus dirigentes establecen inaceptables simetrías entre las víctimas del terrorismo y los presos de ETA -la teoría de la socialización del sufrimiento-, arrasan con símbolos protegidos constitucionalmente -la bandera de España y el retrato del jefe del Estado- y se pronuncian a favor de disminuir la presencia policial y militar en el País Vasco, sin descartar que insten la revisión del Cupo para que cesen las aportaciones que sirven para el sostenimiento de estas fuerzas. Conviene señalar, primero, que de 1,1 millones de votos contabilizados en Euskadi, Bildu logró 276.000, una cantidad relevante pero que no incluye a tres de cada cuatro vascos. Y es pertinente recordar también que a su llegada a las instituciones, el Estado de Derecho estaba ya firme y legítimamente instalado sobre los fundamentos de la soberanía popular. Quiere decirse que esta misma democracia que ha abierto paso a quienes en su día ampararon o justificaron los crímenes de ETA tiene unas reglas que hay que acatar escrupulosamente, so pena de atenerse a las consecuencias jurídicamente establecidas. Reglas que pueden cambiarse, obviamente, pero siempre siguiendo los procedimientos tasados. El triunfo de Bildu en las urnas no debe inducir a sus dirigentes al equívoco de que pueden crear un ámbito independentista con sus propias normas y mantener un pulso constante con el Estado. La coalición abertzale haría mal en defraudar tan pronto incluso a aquellos que vieron en ella el instrumento hacia un cambio pacífico y se equivoca si cree que en su nuevo camino democrático no hay vuelta atrás. El cumplimiento de las leyes no admite atajos y es inexcusable para todos. Ante cualquier transgresión o desafío, jueces y Gobierno tienen la obligación de actuar con serenidad pero de forma clara y rotunda.
Editorial en EL CORREO, 26/6/2011