- En su amargura noventayochista, Unamuno describirá nuestro marasmo como el de una nación convertida en «pantano de agua estancada». Hoy, en doloroso contraste, hablamos de riadas desbordadas que ponen en superficie aquel mismo marasmo
Hay algunas naciones, pocas, que tienen una extraña vocación al suicidio. Argentina es una de ellas. España, otra, con desatada virulencia desde el inicio mismo de nuestro siglo XXI. Es lo que la catátrofe de Valencia pone al descubierto en toda su crudeza, como puso la pérdida traumática de Cuba. En aquel Desastre perdimos nuestra territorialidad ultramarina. En el de Valencia, constatamos perplejos el extravío de un Estado fantasmagórico en tierra de nadie, no se sabe si cuasi-central, federal, o más probablemente confederal malavenido. También en el Desastre del 2024, nuestro Levante ha estado logística y políticamente a miles de kilómetros de la metrópoli, como lo estaban La Habana o Santiago de Cuba. De perder un imperio a la descomposición del Estado parece ser el hilo rojo de la decadencia mortal que enhebra 1898 con 2024. En ambos casos, la inoperancia, la falta de prevención y agilidad, el aventurismo político, la incuria y corrupción generalizada, la despreocupación por la realidad, y la desvertebración territorial han hecho tocar fondo a un país desventurado. En su amargura noventayochista, Unamuno describirá nuestro marasmo como el de una nación convertida en «pantano de agua estancada». Hoy, en doloroso contraste, hablamos de riadas desbordadas que ponen en superficie aquel mismo marasmo.
E 16 de agosto de 1898, Francisco Silvela escribió su famoso artículo «España sin pulso», en El Tiempo de Madrid. Vale la pena meditar hoy y ahora los fragmentos que ofrezco al lector, como diagnóstico, pero también como propuesta de acción insoslayable. Decía Silvela:
«Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal; discutirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España: donde quiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso (…)»
Monárquicos, republicanos, conservadores, liberales, todos los que tengan algún interés en que este cuerpo nacional viva, es fuerza se alarmen y preocupen con tal suceso […].
Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes, que nuestros medios nos consienten, no sobre las formas huecas de un convencionalismo que, como a nadie engaña, a todos desalienta y burla
El efecto inevitable del menosprecio de un país respecto de su Poder central es el mismo que en todos los cuerpos vivos produce la anemia y la decadencia de la fuerza cerebral: primero, la atonía, y después, la disgregación y la muerte. Las `enfermedades´ dice el vulgo, que entran por arrobas y salen por adarmes, y esta popular expresión es harto más visible y clara en los males públicos.
(…) Si pronto no se cambia radicalmente de rumbo, el riesgo es infinitamente mayor, por lo mismo que es más hondo, y de remedio imposible, si se acude tarde; el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación, por nosotros mismos, de nuestro destino como pueblo europeo y tras de la propia condenación, claro es que no se hará esperar quien en su provecho y en nuestro daño la ejecute.
Hasta aquí Silvela con su escalofriante actualidad. Ciertamente, si en nuestro presente no cambia radicalmente de rumbo, la nación se convertirá otra vez, como en el 98, en «la de los tristes destinos». Y ante esta nueva agonía, sin ya pulso apenas, resuena imperioso aquel consejo de Marías en la Transición: no preguntarnos tanto qué va a pasar, sino qué vamos a hacer. Esa es la pregunta crucial y urgente.
Para encontrar respuestas habrá que avivar en nosotros aquel patriotismo de la fragilidad del que hablaba Weill, que surge precisamente de la desdicha de un país. No de su contento. Un patriotismo cuyo móvil ya no es como en el 98, el prestigio de la fuerza, sino la compasión por la patria. La nación en su desdicha actual, que es siempre de suyo, de apariencia y atractivo poco amable, como escribí hace poco, y por eso surge como obligación. Y que cada uno de nosotros esté dispuesto a «echarse la nación a las espaldas» para que surjan nuevas iniciativas que hagan represa de contención y rectificación urgente de la riada que nos lleva. Y acabar con esos falsos «guardianes de la ciudad» instalados en la mentira y venalidad, situados a espaldas de la realidad como nos insistía el texto de Silvela. Vale la pena releer de nuevo uno de sus párrafos nucleares transcritos, que condensa su avisador artículo:
«Hay que dejar la mentira y desposarse con la verdad; hay que abandonar las vanidades y sujetarse a la realidad, reconstituyendo todos los organismos de la vida nacional sobre los cimientos, modestos, pero firmes.»
No es mal programa, político, espiritual, territorial y de eficacia operativa. Justo lo que echamos en falta en estas horas amargas e inciertas. Habrá que ponerse a ello.
- Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Gestión de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares