Ha tenido Pedro Sánchez una semana exterior muy agitada. El lunes recibió a Volodímir Zelenski en Madrid. Al día siguiente compareció en la puerta del Palacio de la Moncloa para anunciar que su Gobierno reconoce oficialmente al Estado palestino. Esto último ya lo sabíamos porque lo anunciaron la semana pasada. Podríamos incluso decir que lo sabíamos desde mucho antes porque, allá por el mes de noviembre, se dejó caer por Oriente Próximo, visitó Israel y los territorios controlados por la Autoridad Nacional Palestina. Tuvo una reunión con Netanyahu y otra con Mahmud Abás. Si repasamos las fotografías de ambos encuentros lo primero que observamos es que la reunión que tuvo con Netanyahu fue fría y distante, mientras la que mantuvo con el líder de la ANP fue muy cercana. Se notaba su predilección por el segundo.
Ahora bien, una cosa es decir que quizá en el futuro reconozcas al Estado palestino y otra muy distinta reconocerlo prácticamente a solas. Es cierto que lo ha hecho junto a Irlanda y Noruega, pero el resto de los grandes países de la Unión Europea se mantienen en ese limbo en el que ven con buenos ojos que en el futuro aparezca un Estado palestino, pero todavía no lo han reconocido. Noruega es extracomunitario e Irlanda es un país pequeño que puede permitirse cierta flexibilidad diplomática ya que lo que salga de Dublín no tiene implicaciones graves. Con España es algo distinto. Se trata de la cuarta economía de la Unión Europea y cuenta además un peso importante en ciertas zonas del mundo como Hispanoamérica. Y lo más importante de todo, España tiene sus propios problemas territoriales. No sería de extrañar que si en el futuro Cataluña u otra región declara su independencia los israelíes y sus aliados corran a reconocerlo. Los problemas territoriales de España ya han condicionado algún reconocimiento anterior como el de Kosovo que, cuando se independizó en el año 2008, fue reconocido por la mayor parte de países de Europa, pero no por España. Eso evidentemente no lo hicieron por amor a los serbios, sino por temor a que sirva de precedente.
Estas son las razones por la que los Gobiernos españoles, sabedores de que cualquier cosa que hagan o digan en el extranjero va a tener recorrido, suelen medir mucho sus palabras. Cuando dan un paso tratan de tenerlo todo muy calculado y bien consensuado tanto dentro como fuera del país. Como es lógico, desde hace medio siglo cada Gobierno ha desplegado su propia política exterior. La de Adolfo Suárez consistió en explicar a Europa y al resto del mundo que España había cambiado y que era una democracia plena tras la entrada en vigor de la Constitución. La de Felipe González consistió en meter a España en la Unión Europea y mantenerla dentro de la OTAN. José María Aznar dio un giro todavía más atlantista alineándose con Estados Unidos y el Reino Unido. Aquello le dio más de un disgusto con motivo de la guerra de Irak. Recordemos que aún le siguen arrojando a la cara la famosa foto de las Azores junto a George Bush, Tony Blair y Durão Barroso. Pero, en líneas generales, no se separó demasiado de su predecesor. Con Zapatero y Rajoy los grandes consensos de Estado se mantuvieron.
También entienden que el país hace frontera con Marruecos en dos pequeñas ciudades, lo que obliga a cuidar las relaciones con el vecino del sur y, por extensión, con los países musulmanes
Esos consensos se inscriben dentro de tres ejes. El primero es el europeo, el segundo el hispanoamericano y el tercero el norteafricano. España se encuentra en la intersección entre esos tres mundos. Ese es el motivo por el cual no suele haber bandazos en política exterior. Los sucesivos Gobiernos han entendido que España es un país europeo con una economía que figura entre las veinte más grandes del mundo y que, por razones de índole histórica y cultural, goza de una relación privilegiada con buena parte del continente americano. También entienden que el país hace frontera con Marruecos en dos pequeñas ciudades, lo que obliga a cuidar las relaciones con el vecino del sur y, por extensión, con los países musulmanes.
En principio la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa no iba a suponer cambio sustantivo alguno en política exterior. De hecho, presumía de su perfil internacional. A diferencia de Rajoy, Sánchez habla inglés de forma fluida. En el pasado trabajó como asesor en el Parlamento Europeo. Fue también miembro del gabinete del alto representante de Naciones Unidas en Bosnia. De esto hace ya muchos años, pero el que tuvo, retuvo. Una vez se aprende inglés tarda mucho en olvidarse y no se olvida nunca si se practica con frecuencia.
Desde el primer día Sánchez trató de mostrarse como un líder europeísta clásico, moderado y razonable en la línea de los socialdemócratas alemanes. Esa era una baza que supo jugar a su favor. Llegó en un momento complicado para la socialdemocracia europea. Les habían sacado de casi todos los Gobiernos y eso convertía a Sánchez en una excepción. Durante sus primeros años era recibido con alborozo en Bruselas por parte de la Comisión y, más concretamente, de su presidenta, Ursula von der Leyen, elegida para el cargo en 2019. En las instituciones europeas consideraban que Sánchez ponía una nota de cordura en un mapa europeo amenazado por los populismos.
El engaño duró un par de años, más o menos hasta la entrada de Podemos en el Gobierno a principios de 2020. A diferencia del PSOE, a Podemos si le tenían tomada la matrícula en Bruselas como un partido populista. Podemos en sus inicios fue muy crítico con la Unión Europea, llegó incluso a pedir que la Grecia de Alexis Tsipras saliese del euro. Sánchez pactó con Podemos porque no podía gobernar solo. Su debilidad parlamentaria ha sido siempre alarmante. Convocó dos veces las elecciones en 2019 para dotarse de una mayoría sólida, algo del orden de los 160 escaños, pero no lo consiguió. En las elecciones de noviembre bajó hasta 120. Esto le obligaba a buscar socios y los encontró a la izquierda, donde Pablo Iglesias veía que su proyecto político iba a menos y eso de convertirse en vicepresidente segundo era una suerte de tabla de salvación.
Podríamos pensar que lo hizo para que se reabriesen las aduanas de Ceuta y Melilla con Marruecos, pero han pasado más de dos años y siguen cerradas. Esto le ocasionó algún roce con el ala izquierda del Gobierno
Luego vino la pandemia que lo trastocó todo y dejó la política internacional en suspenso durante un par de años. Fue a partir de 2022 cuando se reanimó con la invasión rusa de Ucrania. El Gobierno apoyo a Ucrania desde el primer momento, pero no en su totalidad. Sus socios de Podemos adoptaron desde el principio unas posiciones que muchos días eran indistinguibles de las del Kremlin. Justo ese año se produjo la que probablemente sea la decisión más polémica que ha tomado Pedro Sánchez en materia exterior: el reconocimiento del Sáhara occidental como parte de Marruecos. De eso, para colmo, nos enteramos porque el Gobierno marroquí filtró a la prensa una carta redactada en un torturado francés pretendidamente diplomático. A Sánchez se le heló la sonrisa y tuvo que reconocer que era cierto.
Podríamos pensar que lo hizo para que se reabriesen las aduanas de Ceuta y Melilla con Marruecos, pero han pasado más de dos años y siguen cerradas. Esto le ocasionó algún roce con el ala izquierda del Gobierno, pero tiró hacia adelante sabedor de que Iglesias y los suyos no tenían ya donde caerse muertos. Con el partido en caída libre sólo les quedaba el Gobierno de coalición. Pero no sólo sentó mal en Podemos. Muchos en el PSOE acusaron el golpe. Aquello era una traición a la historia del partido que siempre había enarbolado la causa saharaui.
Dos años después aún no sabemos por qué hizo aquello. Pero en política exterior toda decisión tiene consecuencias. Abandonar el Sáhara en manos marroquíes trajo un enfrentamiento con Argelia, que en aquel momento era el principal proveedor de gas natural. Coincidió además con el principio de la guerra en Ucrania que llevó al mínimo los inventarios de gas en Europa. Ni haciéndolo a propósito se toma una decisión tan desafortunada. Las relaciones con Argelia siguen muy tocadas desde entonces y nada indica que vayan a mejorar.
Una de las cosas que trajo la guerra en Ucrania fue la urgencia de aumentar sin demora el presupuesto de Defensa. Esos sus socios de Podemos tampoco lo aprobaban, pero en tanto que España es miembro de la OTAN tiene que cumplir con sus compromisos, y su compromiso desde 2014 era llevar ese presupuesto a un mínimo del 2% del PIB. El gasto en Defensa ha aumentado ligeramente, pero todavía se encuentra muy lejos de ese objetivo. Respecto a Ucrania, la ayuda que España ha entregado a los ucranianos es poca en comparación con otros países europeos y lo ha hecho a regañadientes.
No puede una parte del Gobierno decir que los saharauis deberían independizarse de Marruecos y la otra reconocer la ocupación marroquí. No puede una parte del Gobierno decir que la culpa de la guerra de Ucrania es de la OTAN y la otra señalar a Vladimir Putin
La situación se complicó todavía más el año pasado cuando Hamas perpetró un atentado terrorista en el sur de Israel. Eso ha dado lugar a una guerra que todavía no ha terminado por el control de la franja de Gaza. Los israelíes persiguen la aniquilación total de Hamas lo que ha terminado provocando una guerra especialmente sangrienta. El conflicto en Gaza ha traído de vuelta el viejo tema el del Estado palestino que siempre resurge cada vez que hay problemas en aquella zona del mundo. Ahí el Gobierno podría haberse mantenido a la espera de acontecimientos escudándose detrás de los acuerdos europeos. Es decir, hacer lo mismo que ha hecho Francia, Italia o Alemania. Pero no, las elecciones de julio del año pasado le dejaron más debilitado todavía, y a partir del mes de febrero estallaron varios escándalos de corrupción que afectan a su partido y a su Gobierno. Sumémoste toda la tensión inducida por la ley de amnistía para Carles Puigdemont y las sospechas sobre los negocios de su esposa. Un cóctel que ha empujado a buscar refugio en la política exterior como herramienta de distracción.
En lo del Sáhara, lo de Ucrania, lo del gasto en Defensa y lo de Gaza nos hemos encontrado con que hay realmente dos voces dentro del Gobierno. Un gobierno de coalición no son dos Gobiernos, es un único Gobierno que habla con una sola voz. Cualquier diferencia que puedan tener se resuelve a puerta cerrada, una vez hecho eso no se apartan del acuerdo que hayan alcanzado. No puede una parte del Gobierno decir que los saharauis deberían independizarse de Marruecos y la otra reconocer la ocupación marroquí. No puede una parte del Gobierno decir que la culpa de la guerra de Ucrania es de la OTAN y la otra señalar a Vladimir Putin. No puede una parte del Gobierno decir que se gasta demasiado en Defensa y la otra incremente año tras año el gasto de forma suave pero consistente. No puede una parte del Gobierno acoger una cumbre de la OTAN en Madrid mientras la otra critica a la organización y a sus miembros. No puede, en definitiva, hablar Yolanda Díaz del genocidio israelí y decir que el Estado palestino va del río al mar, y la otra mantener las relaciones con ese país. Esto ha puesto a muchos diplomáticos ante la duda de cuál es la postura de su Gobierno en estos y otros muchos temas.
Con este Pedro Sánchez crepuscular de nuestros días todo es en la clave de que él pueda seguir en el poder. De puertas adentro ha creado una polarización como no se recordaba. Ha dividido el país entre buenos (él y quienes le apoyan), y malos (todo aquel que ose criticarle)
La guinda de este desastre en política exterior la puso Sánchez hace dos semanas cuando decidió retirar a la embajadora en Buenos Aires después de que Javier Milei sugiriese que su mujer es corrupta. Sánchez lo tomó como algo personal y convirtió automáticamente a su esposa en una suerte de institución del Estado. Argentina es un país hermano con el que las relaciones siempre han sido magníficas sin importar el signo de los respectivos Gobiernos. Se ha dicho que actuaron en caliente y de forma irreflexiva, aunque lo más probable es que la crisis se buscase a propósito para utilizarla en clave interna.
Porque con este Pedro Sánchez crepuscular de nuestros días todo es en la clave de que él pueda seguir en el poder. De puertas adentro ha creado una polarización como no se recordaba. Ha dividido el país entre buenos (él y quienes le apoyan), y malos (todo aquel que ose criticarle). Puede parecer algo chistoso, pero lo ha expresado más o menos en esos mismos términos hablando de un muro que separa a la democracia (identificada con su persona) de todos los que le censuran ya sean periodistas, jueces o partidos políticos.
Esta es quizá la clave que no han terminado de captar hasta ahora en las cancillerías extranjeras. Sánchez es un gobernante asediado que gobierna por la mínima y gracias a una serie de acuerdos tomados in extremis con un centón de partidos de los que ni siquiera se fía. Para mantenerse en el poder hace todo tipo de contorsiones, la mayor parte de ellas son internas, pero unas cuantas son externas. Solo en esa clave puede entenderse el desorden diplomático en el que vive actualmente España.