EL MUNDO 28/12/12
MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA- Catedrático de Derecho Constitucional y ex presidente del Tribunal Constitucional.
· El autor considera que el Estado de las Autonomías se ha desviado de su justo camino
· Cree que fue determinante la duda de permitir o no a todos la misma descentralización
EN EL DICCIONARIO de la Real Academia Española, la palabra «descarrilamiento», en una de sus acepciones, significa «desviación del camino justo y razonable». Vamos a considerar si en el rumbo seguido por el Estado de las Autonomías se ha producido un descarrilamiento.
El poder constituyente español estaba autolimitado en 1978 en beneficio de otros poderes, lo que no deja de ser paradójico si atendemos a su condición de poder jurídicamente omnímodo. La paradoja sube de grado si, además, se repara en que el propio poder constituyente ya nació de algún modo condicionado -en la materia que ahora nos ocupa- por las decisiones preconstitucionales que hicieron posible el nacimiento de entes preautonómicos; entes cuya existencia al tiempo de redactarse la Constitución de 1978 no podía dejar de cercenar el margen de maniobra del constituyente. El condicionamiento por el pasado (preautonomías) y la remisión al futuro (principio dispositivo) suponen la mejor expresión de la naturaleza política del problema, por un lado, y de las limitaciones propias del Derecho como medio para solventarlo, por otro.
La exposición del proceso que ha llevado al desarrollo de las previsiones constitucionales es un caminar inevitablemente creativo, pues amplio era el margen dejado por el constituyente; pero creativo dentro de unos límites que la Constitución impone de manera no menos diáfana y que ni siquiera al calor de aquel desarrollo podrían nunca transgredirse. Lamentablemente ese caminar ha sufrido un descarrilamiento, en cuanto se apartó de lo razonable.
El Estado autonómico representa un tertiumgenus entre el Estado federal y el centralizado y en esta característica suele verse ya un primer rasgo de indefinición. En realidad, lo que ha de apreciarse aquí es la consideración de un modelo propio, tan distinto del federal como del centralizado; fórmulas de organización territorial tradicionales que no representan el ideal al que alternativamente ha de llevar el Estado autonómico, mal entendido entonces como simple estación de tránsito entre el Estado centralizado heredado del franquismo y el que los poderes constituidos decidan establecer pronunciándose definitivamente por uno de aquéllos.
Los principios del Estado de las Autonomías son:
a) Una única Constitución, norma suprema que es expresión de la soberanía -única e indivisible- del pueblo español.
b) Pluralidad de Estatutos de Autonomía.
c) Distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas.
d) Prevalencia y supletoriedad del Derecho del Estado.
Los anteriores son principios y postulados que la Constitución ha establecido de manera expresa e incontestable, sin que las facultades reconocidas por el constituyente a los poderes constituidos permitan su contravención.
Los avatares que ha experimentado la instauración del modelo dieron pie a interpretaciones erróneas de la presente organización territorial de España. Fue el principio del descarrilamiento. Recuérdese que ya en los inicios de la Transición se instaló entre nosotros una duda, que todavía venimos arrastrando: si la descentralización del poder debía ser generalizada o contraerse al caso de aquellas comunidades, cuya inserción en el Estado venía demostrándose problemática desde el pasado.
La generalización del máximo nivel de autonomía ha diluido la diferencia entre comunidades autónomas de primera y de segunda. La sola exposición de lo que ha sido el proceso histórico de implantación del Estado de las Autonomías puede arrojar alguna pauta para la identificación de los posibles derroteros en la evolución que el sistema ha experimentado.
Los hitos del proceso autonómico son bien conocidos. También los diversos cauces ideados por el constituyente para dar cuerpo a las aspiraciones autonómicas de los diversos territorios.
Me parece conveniente acercarme a la historia del Estado de las Autonomías intentando una cronología cuyas divisorias puedan agruparse alrededor de alguna línea de tendencia.
1. El arranque: ¿Estado de las Autonomías o Estado con autonomías?
En el principio fue, sobre todo, la duda: reconocer algún grado de autonomía a determinados territorios o permitir que todos ellos pudieran disfrutarla. En realidad, el segundo término de la alternativa (autonomía para todos) nunca se habría planteado si no hubiere sido necesario dar respuesta al problema que históricamente ha supuesto la inserción de Cataluña y el País Vasco en la estructura del Estado. Se optó por generalizar la excepción misma y hacer de la autonomía un principio general, por más que sólo a algunos territorios (aquéllos que realmente lo reclamaban) se facilitara desde el principio el acceso al autogobierno y, además, con el mayor alcance.
Se cierra así una primera etapa, la fundacional. En realidad, este cierre sólo fue un tiempo muerto, una dilación en la marcha del proceso.
2. El fin de la indefinición: la homogeneización del sistema.
Los mecanismos previstos en el Título VIII permiten que cada Comunidad Autónoma adopte una fisonomía propia y diferente de la de las restantes. También hacen posible que el movimiento descentralizador se detenga en cualquier punto antes de alcanzar el nivel máximo de autonomía constitucionalmente admisible o, incluso, que el proceso se revierta y conduzca de nuevo a un sistema de mayor centralización.
3. La necesidad de una lealtad constitucional.
El presupuesto inexcusable para el buen funcionamiento del sistema y para la defensa y garantía de la normatividad de la Constitución pasa por el decidido compromiso de actuar sus previsiones sobre la base del principio de lealtad constitucional. Si se prescinde de esa lealtad, no habrá ni Constitución ni modelo alguno que puedan aportar soluciones para este gran problema de la organización territorial de España, cuya solución depende de una verdadera voluntad de concordia.
Frente a ese buen deseo, en Cataluña se dice y repite que su horizonte político es la independencia. Admiten que no pueden realizar un referéndum sin la autorización del Estado (art. 149, 32 CE), y con la suposición de que las falsedades históricas a veces prosperan, replican que harían una consulta que no será referéndum. O sea, que no les importa que el contenido de esa hipotética consulta sea inconstitucional, como lo es la independencia de cualquier región de España, olvidando esos llamados «soberanistas» que nuestra Constitución «se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (art. 2 CE). Como si fuera posible consultar, por ejemplo, si es lícito matar a un vecino en la escalera. No es un referéndum -se alegaría-, sino una consulta.