Hace unos días fui con un amigo a comer a un restaurante japonés, había buffet libre y leí que si no te comías todo lo que elegías debías pagar una sanción, creo que de tres euros. Ante tal advertencia de castigo, cumplí y no cogí de más; pero es lo que hago siempre. No estoy acostumbrado a ver ese aviso en los restaurantes que frecuento, si bien aprendí de mis padres a terminar todo lo que me ponían en el plato; en caso contrario, lo debía acabar luego (siempre el recuerdo acuciante de la penuria y el racionamiento). Todo esto me ha hecho pensar en los múltiples desperdicios.
Son innumerables las toneladas de comida que se arrojan a la basura cada año. Se suceden los descartes en casas, restaurantes, supermercados, o en barcos y puertos. Para hacer frente a este gran despilfarro es imprescindible la cooperación de consumidores, fabricantes, vendedores y, por supuesto, la acción de los gobiernos. No basta con tomar conciencia, hay que ser eficaces en la superación de esta negligencia.
No recurramos, por tanto, a peroratas ideológicas sobre el consumismo. Todas las civilizaciones han tomado el exceso como símbolo triunfal. Preguntémonos por el coste de clasificar, separar y distribuir los alimentos que se desechan. Y vinculemos el exceso de estos con su falta y con el hambre consiguiente.
Hay comida que se tira sólo por un defecto de envase. Hay que distinguir entre etiquetas de fecha preferente de consumo (garantía de una mayor calidad) y de caducidad (prevenir una posible intoxicación).
Nos iría bien incorporar el concepto japonés de ‘mottiaini’; esto es, sentir pesar por el mal uso de nuestros recursos. Por ahí empieza todo.