Iván Igartua-El Correo
Catedrático de Filología Eslava de la UPV/EHU
- Hay quien apuesta por que Ucrania renuncie a su integridad territorial pero, pese al desgaste, ni Europa ni EE UU comparten la posición de la izquierda claudicante
A punto de cumplirse un año desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania, el balance es esencialmente desolador. No cabe duda, por un lado, de que la estrategia del Kremlin ha hecho aguas en prácticamente todos los frentes. No lograron llegar hasta Kiev y derrocar al Gobierno de Zelenski; el presidente ucraniano no huyó despavorido ni los habitantes del norte del país saludaron con vítores y flores la irrupción de las tropas rusas; éstas han tenido que ir replegándose para centrarse en la pugna por las zonas nororientales de Ucrania, aquellas que estaban destinadas -lo quieran o no- a formar parte de la Nueva Rusia, pero ni siquiera allí los avances han sido definitivos. En el terreno económico, las sanciones, sin ser asfixiantes, no han dejado de dañar las finanzas del país y las consecuencias del veto europeo a la importación de crudo ruso deberían dejarlas maltrechas en un futuro próximo.
Por su parte, la respuesta occidental (unitaria, al menos al principio) ha sido con toda probabilidad más contundente de lo que esperaban los estrategas del Gobierno ruso, tal vez cegados -o cuando menos espoleados- por la tibieza con que Europa y EE UU contemplaron en su momento la anexión de Crimea. Es difícil creer que llegaran a anticipar que Ucrania, con su presidente a la cabeza, se iba a convertir en la primera línea global de defensa de las libertades y la democracia. O que iba a resistir tanto tiempo. O que el resto de países fronterizos o próximos a las fronteras rusas se iban a apresurar a pedir su ingreso inmediato en la OTAN. O que el llamamiento a filas iba a provocar en Rusia un éxodo masivo de ciudadanos. Más que contratiempos, todas han sido derrotas sin paliativos para las aspiraciones de Putin.
Pero el saldo en víctimas de la invasión, aun a falta de detalles que posiblemente nunca conoceremos, resulta pavoroso. La destrucción y el horror indiscriminados, ya practicados con anterioridad, son marca inconfundible de la casa y, por lo tanto, su despliegue es una sangrienta victoria -quizá la única por el momento- que puede anotarse Rusia. La cronificación de la guerra, que ya se percibe como algo casi inevitable, podría jugar también a su favor en la medida en que puede hacer mella en el apoyo occidental a Ucrania.
No obstante, en Europa y EE UU se ha entendido desde el principio la trascendencia de esta intervención militar, en la que no se dirime el derecho de Rusia a defender sus fronteras o a alejar cualquier tipo de amenaza externa, ni tampoco se busca dar cauce a la supuesta humillación que ha venido afligiendo a la población rusa tras el derrumbe de la Unión Soviética (aunque el resentimiento no sea en absoluto descartable como factor que impulsa la acción de Putin). Asumir esos planteamientos supone caer en la trampa del marco narrativo diseñado por el Kremlin. No: lo que se decide es si resulta admisible ceder al dictado del más bruto, es decir, si la comunidad internacional está dispuesta a consentir que Rusia altere por la fuerza el mapa de otro país sencillamente porque así lo ha determinado (sean cuales sean las razones o excusas en que pretenda fundamentar su intención).
Ya hay voces -ya las había- que apuestan por la renuncia de Ucrania a su integridad territorial y parte de su soberanía a cambio de la paz, una paz negociada que daría por buenos los efectos de la invasión. Sería el precio a pagar, según el exministro Manuel Castells, por no prolongar una guerra que podría extenderse peligrosamente (tanto en el tiempo como en el espacio). Salvando las distancias, si en su momento se hubieran atendido en España algunas de las reivindicaciones de ETA, es de suponer que aquello habría ahorrado quizá algún que otro atentado (aunque tampoco pueda asegurarse). Hasta es posible que la paz se habría alcanzado -indignamente, eso sí- algo antes, pero el Estado de Derecho, afortunadamente, no cedió al chantaje y acabó derrotando al terrorismo.
En cambio, seguir apoyando la resistencia ucraniana a la agresión militar a algunos les parece una irresponsabilidad. Trazando sus propios paralelos, Castells, por ejemplo, da la razón a Chamberlain, quien en 1938, en lugar de oponerse, aceptó la ocupación nazi de los Sudetes, con la idea de esquivar males mayores y habida cuenta de que en esa región de la antigua Checoslovaquia la población hablaba sobre todo alemán.
Cada cual es libre, cómo no, de escoger sus referentes. La anexión de los Sudetes no evitó, ni de lejos, la II Guerra Mundial. Aquella actitud ante el agresor motivó la célebre réplica de Churchill que hoy vuelve a la actualidad. Si queriendo evitar la guerra (o su prolongación) optamos por el deshonor -abandonando a su suerte a Ucrania y dejando crecer al monstruo-, tendremos deshonor y tendremos guerra. Afortunadamente, y pese al desgaste acumulado, ni Europa ni EE UU parecen compartir esta posición de la izquierda claudicante.