José María Ruiz Soroa-El Correo

  • El decreto de normalización del uso del euskera en la Administración no persigue la igualdad de los ciudadanos en sus derechos, sino la de las lenguas

De esta forma lapidaria calificaba el profesor Ramón Punset el intento de poner un poco de razón en las políticas lingüísticas en España, copadas como están por sacerdotes y feligreses de las parroquias nacionalistas; y entre ellos, y aunque resulte estrafalario, por las izquierdas. A pesar de compartir su reserva, el reciente decreto del Gobierno vasco de normalización del uso del euskera me incita a un comentario (espero que razonado) sobre la política que se anuncia.

De un lado hay que felicitarse, sin duda. Por la sencilla razón de que en la norma de 2024 han desaparecido aquellas metafísicas declaraciones de la Ley Básica del Euskera de 1982, según la cual la lengua vasca era «el signo más visible y objetivo de la identidad de nuestra comunidad y un instrumento de integración plena del individuo en ella a través de su conocimiento y uso». Una afirmación que condenaba a la mayoría de esos individuos a la condición de «vascos sin integrar o desintegrados». Cuarenta años después parece que, por lo menos a efectos argumentativos, la razón impone sus fueros: el Gobierno habla solo en el nuevo decreto de «derechos lingüísticos de los ciudadanos», ya no de identidad.

Es un paso adelante, entre otras cosas, porque permite entablar una discusión razonable entre los nacionalistas y quienes no lo somos en torno a la política lingüística. Una vez que establecemos un criterio personal, objetivo y concreto como eje de la regulación (los derechos de los ciudadanos), debatir en torno a su satisfacción es mucho más fácil que cuando había que discurrir sobre espectros salidos del armario más atávico del nacionalismo.

Planteada sobre esta base, la cuestión parece sencilla de formular: la sociedad vasca es plurilingüe, pues existe el grupo de los ciudadanos vascohablantes y el grupo de los castellanohablantes, y de lo que se trata es de alcanzar la igualdad de derechos entre ambos grupos en su trato con y por la Administración. Igualdad para la cual, al final, se tendrá que exigir que todas las bocas del sector público sean bilingües, pues es la única manera de que todos los ciudadanos sean atendidos en su lengua, sean del grupo que sean. No mañana mismo, claro, pero ese es el objetivo final: el bilingüismo perfecto del sector público como única manera de garantizar la igualdad de derechos de los ciudadanos vascohablantes y los castellanohablantes. Lo dice el artículo 4-2-d) y en principio suena lógico.

Sucede, sin embargo, que si rumiamos un poco más la realidad observamos algo raro o disonante en la descripción del universo ciudadano vasco de la que arranca el decreto. Porque ese conjunto no se divide en vascohablantes y castellanohablantes, como dice, por la sencilla razón de que los primeros están incluidos en los segundos, lo que denota una clasificación por fuerza errónea. Y es que los vascohablantes son también castellanohablantes, aunque no al revés. Luego la correcta división del universo lo es entre monolingües y bilingües, que no es en absoluto lo mismo. Y que, a lo que interesa aquí, introduce muy serios matices en la aplicación del principio de igualdad.

Verán: una Administración que solo habla castellano puede atender por igual y con toda eficacia a todos, a los monolingües y a los bilingües. Probablemente, hablar y ser hablados por la Administración en castellano les supone a los bilingües una renuncia, la de tener que usar la lengua que, quizás, no es de su preferencia o gusto; tienen que ‘cambiar’ de lengua, aunque el coste de hacerlo (si existe) es solo simbólico o sentimental, porque pueden hacerlo. En cambio, edificar una Administración perfectamente bilingüe exige convertir a todos los monolingües en bilingües, algo que tiene un coste para ellos no simbólico, sino tangible y concreto. No les voy a contar lo que ya vemos todos los días. No cuesta lo mismo cambiar de lengua que aprender una nueva.

¿Entonces? Pues que en la balanza que establece la igualdad no se puede ignorar el peso tan distinto que tiene para los ciudadanos optar por una u otra Administración lingüística: la que se corresponde con la realidad del país dejada a su libre evolución puede implicar costes simbólicos para algunos vascohablantes en ocasiones. Pero la que corrige esa realidad y emprende la complicada opción de convertir a todos los funcionarios y asimilados en vascohablantes implica seguro -ahí está la realidad gimiente- costes vitales elevados para los monolingües. Que además son mayoría.

Lo que está señalando que, en el fondo, y diga lo que diga el Gobierno, la igualdad que se persigue no es la de los ciudadanos en sus derechos, sino la de las lenguas. Las cuales, ¡ay!, no son sujetos morales de los que se pueda predicar el derecho a un trato igual, sino meros objetos.

¿Serán precisos otros cuarenta años para que nuestros gobernantes hagan uso pleno de la razón en este asunto y salgan del páramo desolado de la sinrazón?