Elena Moreno Scheredre-El Correo

En el siglo XIX, el pudor, la modestia o el evitar una exhibición de lo personal estaba muy considerado y por ello la psicología asumió que quien carecía de pudor no podía mantener su propia intimidad, lo que le impediría entregarla a la persona adecuada. Cuando llegó el XX, había que superar el concepto, así que nos lanzamos a la exhibición y al descubrimiento de lo íntimo, hasta que en tiempos recientes se llegó a la conclusión de que quien no se exhibe, no existe.

Los comportamientos de Trump deben de ser una fuente de estímulos inagotables para quienes estudian la conducta del ser humano. La Casa Blanca, al igual que nuestra Moncloa, es testigo de los cambios políticos, sociales y culturales del país. En el Despacho Oval, símbolo de la Administración estadounidense, desde la alfombra a las cortinas, pasando por la chimenea o los cuadros, representan al líder que lo ocupa. Y en la actualidad Trump lo ha convertido en un pastiche barroco más propio del absolutismo versallesco que de otra cosa. Escudos, jarrones, figuras doradas y un pisapapeles de auténtico oro con el sello presidencial grabadoen la parte superior y la palabra ‘TRUMP’ estampada en el lateral. La sensación es casi como entrar en uno de los palacios barrocos del imperio austrohúngaro.

Trump no se esconde, se exhibe con fiereza digital y ornamentación de museo. Está encantado del poder que representa ser el presidente de Estados Unidos, pero le habría gustado ser un emperador romano o el mismísimo Napoleón, no solo por el oro y el boato sino por su despotismo, no precisamente ilustrado.