Xavier Vidal-Folch-El País
La caída de Puigdemont obedece a un error de cálculo, un exceso de confianza en sus propias ensoñaciones
La carrera de héroe es duradera si el empaque de las ideas o la reciedumbre de la voluntad de quien aspira a consagrarse como tal no admiten discusión. Es el caso de Nelson Mandela, tantas veces puesto de ejemplo mítico por el secesionismo catalán: de forma aviesa porque el líder surafricano aspiró a (y logró) cohesionar a sus conciudadanos; no a fragmentarlos, como ha hecho aquel. Pero en ausencia (o debilidad) de ambas condiciones, una tercera resulta indispensable, el control de resortes de poder.
Carles Puigdemont disponía de ellos en Waterloo. Atesoraba los mecanismos políticos y sentimentales necesarios para subyugar a su tropa y obligarla a roturar su surco, so pena de acusación de deslealtad o traición: el débil cemento que fraguaba la inestable confluencia de las distintas y enfrentadas familias indepes.
De repente, su caída —de una cotidianeidad abrumadora, ¡en una gasolinera!— resulta políticamente estrepitosa. No solo porque convierte su nutrida caja de herramientas en un conjunto vacío. Sino también porque ahora se le volverá, adversa, la frase que dirigió por radio contra Oriol Junqueras el 19 de enero: “Evidentemente no se puede ser presidente si uno es presidiario; entre presidiario y presidente, prefiero ser presidente”.
La caída de Puigdemont obedece a un error de cálculo, causado muy probablemente por un exceso de confianza en sus propias ensoñaciones.
Quiso creer que Europa entera, contra toda evidencia ofrecida por sus gobernantes e instituciones, amparaba su aventura. Y que así, sus circunstanciales refugios en Bélgica o en Suiza no constituían la excepción a la norma, sino la norma misma. Quiso creer que el Estado de derecho español, incluso el propio Estado, es un fiasco, un aparato desvencijado e inútil, que igual que no encontró las urnas del 1-O no le detectaría en sus viajes escandinavos. Quiso convencerse de que la democracia española era de deficiente calidad, y por ende, débil, por tardofranquista. Y fácilmente aislable. Un día la comparó, sin tino, con la semidictadura de Turquía. Olvidaba que Ankara ha perdido 2.889 casos en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, por 98 España (y 722, Francia). Quiso convencerse de que el derecho a la autodeterminación orientado a la secesión imperaba en la UE; cuando no lo recoge así ninguna Constitución europea y los altos tribunales de Italia (29/4/2015) y Alemania (16/12/2016) prohibieron sendos referendos de separación.
La detención de Puigdemont se suma a la triste prisión de tantos de sus colaboradores. Es hora de convertir los fuertes sentimientos de dolor (y los inversos de alivio), en aprendizaje sereno de la lección sobre lo que no debe hacerse: decretar revueltas contra la democracia y la autonomía. Desmadejado y descabezado el procés, el soberanismo solo sobrevivirá si vuelve a los raíles de la ley. Y ojalá convenza a sus entusiastas más sanguíneos de que la convivencia exige evitar toda violencia.