José Antonio Zarzalejos-El Concifdencial
- El significante de «ser ministro» ha entrado en una acelerada decadencia cuando hay titulares de carteras sin cualificación y sin representatividad ideológica
La incompetencia es peor, incluso, que el sectarismo. Este Gobierno padece más por la insolvencia de muchos de sus ministros que por su ideologización tan extrema, aureolada de vacuo progresismo. Puede sostenerse que la ignorancia técnica en el manejo de los asuntos que le son encomendados por las leyes los conduce necesariamente a soluciones ideológicas tan simplonas como ineficientes. Además de responder el Gobierno a una estructura orgánica disfuncional —demasiados ministerios, macrocefalia de los servicios de Moncloa, duplicidades, vaciedad competencial— Pedro Sánchez ha optado por varios perfiles ministeriales sin experiencia de gestión y sin trayectoria, política o profesional, que fueran acreditativas de una cierta garantía de capacidad en el manejo de los asuntos bajo su competencia. Ahora ya está asumido que este Gabinete se ha desplomado y requiere de una remodelación urgente.
Fernando Simón, el portavoz gubernamental del trágico discurrir de la pandemia, es el epítome de la insolvencia. Ha terminado en una deriva que se veía venir desde hace mucho tiempo, incurriendo en las teorías conspirativas para tratar de explicar la razón por la que los ciudadanos no atienden las recomendaciones del Ministerio de Sanidad sobre la marca de la segunda dosis de la vacuna del coronavirus.
Pero este funcionario es, igualmente, el epítome algo más que anecdótico de la tozudez soberbia del presidente del Gobierno, porque debía haberle relevado del cargo hace mucho tiempo, a propósito de alguno de sus abundantes yerros, meteduras de pata, narcisismos televisivos y fallos técnicos clamorosos. La ministra de Sanidad le ha desautorizado al mismo tiempo que ella sufre en sus carnes la errónea decisión de Sánchez de dejar decaer el estado de alarma sin una normativa alternativa que permitiera a las comunidades autónomas implementar medidas restrictivas de derechos fundamentales y dotar de un estatuto jurídico diferente a la Comisión Interterritorial de Salud.
La consecuencia es evidente: la Sala Tercera del Supremo no ha avalado medidas autonómicas genéricas para controlar los contagios (toque de queda, aforos) y varios presidentes de comunidades —entre ellos la de Madrid y el del País Vasco, pero no solo— se niegan a imponer ahora unas medidas más duras, incluso, que las que estaban vigentes con el estado de alarma. Esta deriva —en la que el Gobierno deja jirones de autoridad, pero, sobre todo, de fiabilidad y previsión normativa— forma parte de los vaivenes con los que se ha manejado la crisis sanitaria mediante una secuencia de modelos de emergencia diferentes y contradictorios.
La peor consecuencia del coronavirus, a efectos político-institucionales, es que el Ejecutivo ha desvencijado el Estado autonómico, pasando de una intensa apariencia federal con las frecuentes conferencias de presidentes y delegación de funciones, al mando único, sin apoyo jurídico, de la nueva ministra de Sanidad, mediando la debacle de la izquierda en las elecciones autonómicas de Madrid. En un nuevo giro de guion, el Gobierno quiere anotarse una desescalada amparada en la vacunación masiva y la remisión de los contagios.
La crisis con Marruecos tiene muchas causas y el acogimiento del líder del Polisario, Brahim Ghali, constituye una enorme torpeza del Gobierno, como este viernes diagnosticó certeramente Ignacio Varela. Ha sido la excusa de Rabat para resarcirse de la irresponsable omisión de Sánchez al no solidarizar la política exterior española con su socio de Unidas Podemos que mantiene, sin la más mínima sofisticación diplomática, una agresiva postura contra nuestro vecino en el diferendo sobre Sáhara Occidental. Tiempo tendrá el PSOE de arrepentirse de esa coalición gubernamental que le va a reportar, además, contradicciones en otro asunto capital y mal gestionado como el de los posibles indultos a los dirigentes catalanes condenados por sedición y malversación. La cuestión es que Sánchez ha perdido la credibilidad por más que presente planes para 2050 que hablan de todo menos de lo que será España dentro de treinta años: ¿será independiente Cataluña? ¿Se mantendrá la españolidad de Ceuta y Melilla? ¿Será España un Estado que merezca la llamada deferente a su presidente del de los Estados Unidos antes que dirigentes de países de relevancia mucho menor? ¿Qué modelo de política exterior estará vigente? Y así otras muchas preguntas sin respuesta prospectiva.
Por lo demás, el significante de «ser ministro» ha entrado en una acelerada decadencia cuando hay titulares de carteras sin cualificación y sin representatividad ideológica. Y otros, técnicamente valiosos, neutralizados. En otras palabras: hay miembros del Gabinete que demeritan la condición ministerial, rebajan el peso conjunto del Ejecutivo e ignoran los aspectos básicos del manejo de las competencias que le son atribuidas. La toma de decisiones del Consejo de Ministros, además, está mediatizada por el presidencialismo exorbitante de Pedro Sánchez con unos servicios de apoyo, coordinación, asesoramiento y vigilancia en la Moncloa que estructuran un mando gubernamental paralelo. En aquel recinto se manejan desde los fondos europeos de reconstrucción (asunto que va a estallar para mal) hasta la comunicación, pasando por la planificación a corto plazo, de tal forma que los ministros con trayectoria de solvencia reciben instrucciones ‘manu militari’ y argumentarios que aceptan con una docilidad que desmiente las connotaciones positivas de las que disfrutaban.
Estamos en ese punto en el que el optimismo es un mero recurso de autoayuda y el pesimismo una actitud realista. Introducidos en una espiral de desgobierno en la que apenas si tenemos novedades positivas, muchos recuerdan la prevención de filósofo británico Francis Bacon, según el cual, «en materia de Gobierno todo cambio es sospechoso, aunque sea para mejorar». La sentencia remite a lo que sucede en nuestro país: Pedro Sánchez ha perdido ya la credibilidad porque son tantas las versiones de sí mismo, tan contradictorias sus afirmaciones y aparentes convicciones que ya se duda de su identidad: ¿será el presidente del Gobierno?, ¿será el secretario general del PSOE?, ¿será, simplemente, Pedro Sánchez? Esta situación tiene que hacer crisis por algún lado. Esperemos que Sánchez no se desprenda de los más preparados para imperar más y mejor sobre la mediocridad.