Ignacio Camacho, ABC 12/11/12
La propaganda soberanista ha levantado la simbología heroica del destino manifiesto y la emancipación del pueblo cautivo.
Mientras la inmensa mayoría de los ciudadanos catalanes piensa –datos de la encuesta del CIS—que sus principales problemas son el paro y la crisis económica, como no podía ser de otro modo salvo que hubiesen perdido el juicio, la campaña electoral para elegir el Gobierno de Cataluña discurre de manera unívoca en torno al debate de una independencia que además no puede producirse. Al presidente Mas hay que reconocerle la eficacia de haber logrado crear un marco mental hegemónico a su entera conveniencia, capaz de sobreponerse en el imaginario colectivo a las preocupaciones populares más perentorias. El soberanismo mesiánico ha encontrado un comodín virtual perfecto con el que completar todas las carencias de su gestión efectiva; en una Cataluña independiente, proclama, habría menos desempleo, más prosperidad y menos recortes, y tal vez los habitantes de esa nación emancipada serían más inteligentes, más guapos y desde luego más ricos. Para quien dude de esta hipótesis indemostrable tienen otra respuesta-placebo de carácter mucho más emotivo: en el peor de los casos, el eventual fracaso se produciría en el marco de una decisión visceral y soberana de una nación libre. Y serían pobres pero habrían obedecido a su real gana.
Como el nacionalismo es mucho más una creencia que una idea resulta en extremo difícil luchar con argumentos contra una mitología. El ensueño autodeterminador ha impuesto un clima sentimental que domina sobre la razón. La pasividad de los no nacionalistas ha permitido que se extienda como dogma de fe masiva la premisa de que España es la causante de los males catalanes y a partir de ahí cualquier tesis que intente rebatir esta percepción pasional parece condenada a la melancolía de los esfuerzos inútiles. La propaganda soberanista ha creado una atmósfera de victimismo a partir de la cual se puede levantar la simbología heroica del destino manifiesto: la quimérica exaltación identitaria del sujeto colectivo dispuesto a embarcarse en una aventura histórica. En ese iluminado imaginario Artur Mas sería el nuevo William Wallace, el libertador colocado en el tránsito decisivo de inmolarse si preciso fuera por la emancipación de un pueblo cautivo.