Manuel Montero-El Correo

  • Antes, las audiencias distintas imponían estilos distintos. Ya no hay diferencias según el ámbito o los destinatarios, iguales son los recursos descalificadores

Los discursos públicos son cada vez más planos. Desaparecen los matices y las connotaciones argumentativas. El simplismo tautológico de los ‘sí es sí’ y ‘no es no’ marca los límites conceptuales de esta época. ¿Llevan a imaginar que eso es todo? El pensamiento es lenguaje, por lo que quizás se están achicando las ideas, las del orador y las del oyente al que se dirige un discurso rudimentario.

Desde hace tiempo los debates se hacen burdos, cada vez más. No se centran en las propuestas políticas, sino en los políticos y en la estigmatización del contrario (derecha extrema, fascista, «derecha cobarde», «soberbia de Gobierno»).

El discurso político se ha trivializado. Se reduce a lemas rotundos y reiterativos, que alaban las políticas sanitarias o presupuestarias, condenan las macrogranjas o despotrican contra quienes se oponen a las revoluciones del Ministerio de Igualdad. O al revés. Todo a la brava, sin matices, según el color del cristal.

Además, han desaparecido los distintos niveles que caracterizaban el discurso público. Tradicionalmente no era lo mismo la intervención parlamentaria que el mitin, la propaganda electoral que el ensayo, la argumentación en una conferencia que el resumen del portavoz o la explicación ministerial. Cada ámbito tenía sus exigencias. El portavoz del Gobierno, por ejemplo, explicaba qué hacía el Gobierno. Su función no era embestir contra la oposición. Cuando cambiaban el destinatario y funciones del discurso cabían diferentes recursos oratorios.

Se consideraba conveniente adaptar el discurso a las circunstancias, sin eliminar su complejidad. La insinuación ingeniosa en el debate parlamentario tenía su propia trabazón, distinta a la soflama de partido a la búsqueda de cohesiones internas. Ahora un diputado o un miembro del Gobierno suelta un desplante en el Congreso y todos los suyos aplauden como en éxtasis. Sorprende tanto el insulto barriobajero como el delirio con que lo recibe gente elegida para legislar. Da igual mitin que Parlamento o vídeo promocional, todo bajo la máxima ‘injuria, que algo queda’. Esa misma ruindad puede largarse en el telediario para entusiasmar.

Las audiencias distintas imponían distintos estilos. A los más fieles, juntos por creencias ideológicas, podía hablarse (en la reunión del partido o cónclave en el palacio de congresos) del mundo utópico en el que nadie pagará impuestos dignos de tal nombre, pues lo suyo es bajarlos. O si el conciliábulo de la plaza de toros anhelaba el paraíso alternativo, cabía el desprecio al rico, culpable de todo por ser rico, y los propósitos de sangrarlo a impuestos, pues ya no se lleva la guillotina.

Sin embargo, al dirigirse a los presuntos beneficiarios de estos mundos felices los oradores solían adaptarse, modular, seguir un esquema argumental para convencer, no para espantar. Si se trataba de pedir la independencia, cabía enardecer a los propios con rusticidades identitarias, pero hacia fuera se usaba un aire amable que hablaba del derecho a decidir y de los afanes de concordia propios de los pueblos pacíficos y milenarios.

Las distintas formas del discurso público son asunto del pasado. Ya no hay diferencias según el ámbito y los destinatarios. Lo mismo da que sea Congreso que mitin para partidarios fanatizados, entrevista televisiva o tuit repetitivo. El nivel oratorio es similar e iguales los recursos descalificadores, sin distinciones en la trama argumental, siempre con tendencia a la simplificación. El ensayo político ha desaparecido y el discurso ya no cuenta con un razonamiento bien trabado. Hacen sus veces los argumentarios mondos y lirondos que elaboran los listillos del partido para que todos repitan explicaciones autoexculpatorias que incriminen al contrario.

Los distintos niveles del discurso se han igualado a la baja, a ras del suelo, en la versión más ramplona y tosca. Convertida en una suerte de zasca, la declaración pública no distingue entre desplante parlamentario, entrevista de periódico o lema electoral. No se trata de argumentar sino de despotricar.

En nuestro panorama intelectual han desaparecido los distintos géneros del discurso. También las variaciones sobre un tema, pues todos los congéneres repiten lo que dice el jefe de la tribu.

En la nueva planta discursiva tiende a eliminarse el razonamiento causa-efecto. El actual discurso público, monocorde, no busca convencer por la vía argumental sino atraerse al oyente mediante la identificación.

El discurso se simplifica y banaliza. Paradójicamente, todo quiere resolverse con palabrería (no discursiva). Esto ha dado lugar a un lenguaje que quiere sonar progre, pero que resulta críptico: cambio de paradigma, resiliencia, empoderamiento, transversalidad, sostenibilidad, puesta en valor, sororidad, no dejar atrás, inclusividad y lo que caiga.