IGNACIO CAMACHO-ABC

  • «El 11 de marzo de 2004 quedó plantada la semilla de la actual polarización política. El miedo y la ira rompieron la unidad antiterrorista y la polémica sobre la autoría del atentado oscureció el dolor de las víctimas. El cisma social nació entre un amasijo de hierros cuando Zapatero renunció a reconstruir los consensos estratégicos para colocar en su lugar la primera piedra del muro del enfrentamiento»

Cuando se aplica a España la célebre pregunta de Vargas Llosa en el arranque de ‘Conversación en la Catedral’ –«¿en qué momento se jodió el Perú?»– no existe una respuesta más certera que la fecha del 11 de marzo de 2004. Muchos de los problemas que han estallado a lo largo de estas dos décadas permanecían larvados desde antes, pero fue el atentado el que los cristalizó en un turbión de crispación social irreparable, acrecentado luego por la crisis financiera y el desplome de la credibilidad de los pilares del sistema. Ese día, la nación se sacó un autorretrato en que no salió bien parecida. Como en el célebre relato de Cortázar, en los márgenes de la fotografía aparecieron los fantasmas de un pueblo dividido ante el ataque terrorista, fragmentado en banderías, atenazado por un miedo disimulado en sacudidas de ira. Fue la primera vez, quizá la única, en que una agresión contra el modo de vida occidental rompió la unidad de la ciudadanía hasta desembocar en un vuelco electoral, en una catarsis política.

El pretexto, que no la causa, lo sirvió en bandeja el empeño del gobierno aznarista al aferrarse a la autoría de ETA hasta más allá de las evidencias, una obstinación que la izquierda supo esgrimir con intuición táctica para atribuirle, con razón o sin ella, una intención embustera. El torpe manejo de la información y la pésima gestión de las consecuencias provocaron la generalizada sensación de que La Moncloa estaba instrumentalizando la tragedia para conjurar la inevitable idea de que su compromiso con la guerra de Irak había desencadenado aquella respuesta sangrienta. Fueran cuales fuesen las razones del presidente Aznar para su enroque instintivo, estaba en lo cierto al suponer el sentido de la reacción popular, que en vez de alinearse sin fisuras con el Estado agredido le echó al poder Ejecutivo –al grito literal de «¡asesinos!»– la culpa de atraer hacia nuestro país la venganza del islamismo. La factura de haber desoído a la opinión pública en su rechazo masivo a la invasión iraquí llegó con intereses de demora en el momento más crítico.

El ‘shock’ emocional ante los casi doscientos muertos no sólo fue el punto de inflexión en la unidad nacional frente al terrorismo. El motín silencioso de los ‘sms’ durante la jornada de reflexión, capaz de cambiar el resultado de los comicios, prefiguró la revolución de las redes sociales y su instrumentalización posmoderna como arma propagandística relevante. Como de costumbre, la derecha no se enteró o no quiso enterarse, sumido como estaba el gabinete en un estado de caos, desorientación y parálisis. Desde entonces, su inferioridad comunicativa ha sido palmaria; todavía este último verano no logró apercibirse del movimiento bajo radar que acortó su ventaja en la última semana hasta dejar a sus dirigentes con la sonrisa congelada.

Todo eso, sin embargo, es relativamente accesorio visto desde la perspectiva del tiempo. La cuestión clave, el núcleo de la transformación de la vida pública española, reside en la estrategia de Rodríguez Zapatero a partir de su llegada al gobierno, cuya legitimidad fue cuestionada por las teorías conspirativas que aún hoy continúan insistiendo en la existencia de factores secretos susceptibles de desmontar el relato judicial de los hechos. El nuevo líder encontró una nación rota, anímicamente destrozada como si las bombas de los trenes también la hubieran reventado por dentro, e ignoró las señales que reclamaban la inmediata recomposición de los consensos que desde la Transición habían cimentado la convivencia y el entendimiento. En vez de eso, se lanzó de inmediato a la negociación con ETA, puso en marcha proyectos divisivos –memoria histórica, ampliación del aborto, reconocimiento de nuevos derechos—que suscitaban la desaprobación de sectores ciudadanos tan influyentes como extensos y decidió demonizar y aislar al representante institucional de la media España recién derrotada mediante pactos con los nacionalismos periféricos. La primera piedra del muro del enfrentamiento, la semilla del actual cisma civil plantada entre un amasijo de hierros.

Las versiones alternativas nunca pasaron de la conjetura. Se basaban en el descubrimiento de unos evidentes fallos de la información y la inteligencia –algunos de los islamistas eran confidentes policiales y el coche que trasladaba el explosivo fue interceptado en carretera pero se le permitió continuar trayecto sin problemas–, así como en las grietas de una instrucción sumarial chapucera en el análisis y tratamiento de las pruebas. Con esos materiales se construyó una burbuja de dudas y sospechas que encajaron a medida en los segmentos ciudadanos frustrados ante la inesperada remontada de la izquierda, y que el llamado «proceso de paz» iniciado por el zapaterismo con los etarras abonó de manera indirecta. La hipótesis de que la masacre fue evitable tampoco podrá pasar ya de la suposición especulativa, por más que sea cierta la apreciación de que los servicios de seguridad, centrados en el terrorismo vasco, habían minusvalorado la amenaza yihadista. En conjunto, la larga y ruidosa polémica sobre la autoría, prolongada más allá incluso de la sentencia del Tribunal Supremo, supuso una lamentable preterición colectiva del dolor de las víctimas. Azufre sobre las heridas.

Todo eso no pasaría de ser un mal recuerdo si el presidente recién electo hubiese aprovechado el contexto dramático para recomponer con altura de miras la tradición bipartidista de los acuerdos de Estado que las circunstancias hacían imperativamente necesarios. Zapatero, en cambio, desdeñó la oportunidad de reconstruir bajo su liderazgo los vínculos políticos y sociales destruidos por el atentado. Su gobierno emprendió el camino contrario, el de la partición de la sociedad en dos bandos que remitían a los demonios históricos de la discordia y el fracaso que el compromiso constitucional había enterrado. Algunos de sus proyectos, fuertemente contestados entonces por la oposición en las instituciones y en la calle, acabaron pronto asumidos y naturalizados, pero la cultura de la transversalidad se empezó a venir abajo. No parece ni probablemente sea en absoluto casual el rescate de la deteriorada figura del expresidente en el actual mandato, en refuerzo de un Pedro Sánchez empeñado en desarrollar a conciencia el legado de la dinámica frentista esbozada en aquellos años.

Una reflexión honesta desde la distancia debería llevarnos a la conclusión de que nadie estuvo a la altura de sus responsabilidades en aquellas jornadas amargas. Los agentes públicos fueron incapaces de eludir la tentación oportunista de sacar ventaja y renunciaron a actuar con la madurez política que la gravedad traumática de la situación reclamaba; la opinión ciudadana se dejó arrastrar por una conmoción desenfocada. El resultado de ese cúmulo de sinrazones sesgadas generó el efecto que acaso buscaban los que pusieron las bombas: que el país agredido se enredara a sí mismo en una convulsión histórica cuyo impacto aún provoca, dos décadas después, una fractura cívica penosa. Tal vez lo peor de todo sea que ni siquiera en esta hora de remembranza haya modo de analizar lo ocurrido sin recurrir a la maldita lógica de la discordia.