Ignacio Varela-El Confidencial
El Partido Popular ha alcanzado el punto más próximo a su propia destrucción desde que hace 30 años José María Aznar refundara la Alianza Popular de Fraga
Tras la votación de ayer, el Partido Popular ha alcanzado el punto más próximo a su propia destrucción desde que hace 30 años José María Aznar refundara la Alianza Popular de Fraga para dar a la derecha española lo que nunca antes había tenido: un partido político de verdad, preparado para competir por el poder en democracia.
En 2015, el Partido Popular perdió la mayor parte de su poder territorial y a la mitad de sus votantes. Desde entonces, se ha visto metido en un océano cenagoso de casos de corrupción que lo han sumido en el más profundo descrédito social; ha ocupado el Gobierno sin poder gobernar, en el marasmo de una legislatura bloqueada; se ha dejado el prestigio tratando de contener un golpe institucional que sigue abierto, y finalmente, lo ha expulsado del poder una informe coalición de rechazo, encolada únicamente con el pegamento del hastío insoportable que provocaba su permanencia en él. Por el camino, ha volado su fortaleza política más valiosa, el monopolio de todo el espacio político situado a la derecha de la izquierda.
Llegado a este punto, solo le falta que se desate una guerra civil interna para entrar en estado de ruina catastrófica. El penoso desarrollo de estas primarias y su enrevesado resultado lo ponen al borde de ese abismo. Y paradójicamente, quien puede evitarlo es la persona que, en esta hora, tiene a su favor la mayor probabilidad de alzarse como ganador de la batalla: Pablo Casado.
Las primarias son un artefacto sumamente peligroso. El PP introdujo en sus estatutos este sistema (completamente ajeno a su cultura organizativa) por pura emulación, convencidos sus dirigentes de que jamás tendrían que ponerlo en práctica. Por eso no se ocuparon de preparar a su organización para este trance. Pero se dio, y entonces aparecieron todos los desperfectos del invento: un censo de afiliados escandalosamente falsificado, una regulación absurda y disfuncional y un manejo claramente inexperto de la competición interna. Ahora tienen que administrar un resultado que contiene una bomba de relojería.
En primer lugar, la probabilidad cierta de un destructivo choque de legitimidades. Es muy discutible la presunta superioridad democrática de unas primarias sobre un congreso para elegir a la dirección de un partido. Pero una vez que se toma ese camino, hay que seguirlo hasta el final. La hipótesis de que un congreso de delegados enmiende la plana a los afiliados y refute el resultado de una elección directa produce una tacha insalvable para quien resulte elegido por ese procedimiento. Una elección de doble vuelta con eliminación previa solo tiene sentido si el cuerpo electoral es el mismo o si se amplía en la segunda, pero jamás al revés.
El segundo efecto perverso es que el futuro del partido quede en manos de la candidata derrotada en las urnas. Lo ha sido precisamente por el rechazo a su ejercicio del poder orgánico, que, con justicia o sin ella, ha quedado asociado a la corrupción. Esta votación ha demostrado dos cosas: que el todopoderoso aparato del PP era un tigre de papel, y que los militantes del PP están tan asqueados de la corrupción como el resto de la sociedad. Le ha tocado a Cospedal pagar esa doble factura, y es difícil de digerir que ahora ejerza el poder decisorio.
Si en el congreso del PP se arma otra coalición de rechazo contra la ganadora de ayer, Casado será el próximo presidente del PP, pero no su líder. El verdadero liderazgo no puede tener mácula de origen, y este tendría dos: la de haberse encaramado al poder tras haber perdido en las urnas, y la de estar expuesto a una imputación judicial que puede producirse en cualquier momento. Aparte del déficit de legitimidad que ello supondría, sus adversarios políticos sacarían el máximo provecho de ello.
Si acude a la batalla del congreso, Casado tiene muchas probabilidades de ganarla. Pero con ello se habrá hecho un pobre favor a sí mismo y a su partido, porque ninguno de los dos —ni él ni el PP— saldrá ileso de esa batalla, que, además, prolongaría sus efectos destructivos durante mucho tiempo.
Se necesita mucha madurez política y mucha inteligencia estratégica para renunciar a un poder que ya se toca con la punta de los dedos. Pero justamente eso es lo que la circunstancia del PP reclama en este momento.
La aventura de Pablo Casado irrumpiendo en esta elección ha sido doblemente exitosa: primero, por su extraordinario resultado. Si simplemente se hubieran permitido las inscripciones ‘online’, habría ganado con toda seguridad. Y segundo, porque ha ahorrado a su partido el espectáculo sangriento de una batalla campal entre dos enemigas feroces, que habrían dejado al PP en un estado tan calamitoso como quedó el PSOE tras aquel comité federal de las navajas traperas.
Ahora tiene la victoria a la vista: solo necesita recibir el voto vengativo de los derrotados de ayer, Cospedal y Margallo. Sin embargo, la mejor inversión que podría hacer para su propio futuro político y para mantener a su partido a flote en este momento crítico sería dar por bueno el resultado de estas primarias y ponerse, codo a codo con Santamaría, a encabezar la oposición al Gobierno Frankenstein de Sánchez.
No lo hará. Pero si lo hiciera, los militantes del PP —y sobre todo, sus votantes— respirarían con alivio; su estatura política crecería en autoridad moral; Santamaría no podría de ninguna forma prescindir de él en la conducción del partido, y ambos podrían formar una dupla realmente temible para Sánchez, y plantear a Rivera un serio reto competitivo.
Este es el dilema al que se enfrenta Pablo Casado: una victoria cruenta o un pacto patriótico —de patriotismo de partido— que ayude al PP a salir del socavón en el que está metido. Es una de esas ocasiones en las que se pone a prueba la raza de un político.