Ignacio Varela-El Confidencial
- Todo lo que necesita hacer para conservar a sus actuales socios le hará perder las próximas elecciones. Y todo lo que debería hacer para ganar en las urnas provocaría la implosión de sus pactos políticos y colapsaría la legislatura
¿Qué relación hay entre los indultos a los políticos catalanes condenados por sedición y las primarias en el PSOE de Andalucía? En el orden lógico de las cosas, ninguna. Sin embargo, todo el mundo da por hecho que Sánchez concederá los indultos y que en ningún caso lo hará hasta que no se haya solventado el ajuste de cuentas interno en su organización andaluza.
También hay consenso en la interpretación del insólito vínculo: la noticia de los indultos podría perjudicar al candidato sanchista en esa votación. Como el cuerpo electoral está compuesto únicamente por militantes, parece que en Moncloa se presiente que los socialistas andaluces rechazarían esa decisión del Gobierno hasta el punto de modificar su voto en las primarias.
Por un lado está la necesidad de mantener a flote la alianza del Gobierno con los nacionalistas catalanes, único motivo de los indultos (si esa alianza no existiera, no habría indultos). De otro, el interés electoral, en este caso orgánico, de la dirección sanchista. Ambas cosas chocan entre sí, por eso hay que hacer malabares con el calendario para atenuar el daño de una maniobra que se sabe indigerible para las propias huestes.
Esa contradicción entre la conveniencia política inmediata de Sánchez y el sentir de sus bases militantes se reproduce, aún con mayor intensidad, entre los votantes del PSOE, y alcanza niveles paroxísticos en el conjunto de la sociedad española. Y no afecta únicamente a la cuestión de los indultos, sino a toda la estrategia política planteada desde el principio de la legislatura para alcanzar el poder y mantenerse en él.
El dilema en que Sánchez está atrapado se formula fácilmente: todo lo que necesita hacer para conservar a sus actuales socios le hará perder las próximas elecciones. Y todo lo que debería hacer para ganar en las urnas provocaría la implosión de sus pactos políticos y colapsaría la legislatura. Teóricamente, a esta le quedan 30 meses largos. No se puede soplar y sorber durante tanto tiempo, sobre todo cuando la antinomia ya está al descubierto.
El reflejo fulminante del 4-M en las encuestas nacionales es mucho más que gaseosa en la cerveza. La elección madrileña fue la espoleta que hizo emerger de golpe una bolsa de malestar político que se incubó en la sociedad durante todo el año de la pandemia. El malestar tiene su origen en la naturaleza de las alianzas que Sánchez eligió para gobernar; y se cebó durante meses por su forma de ejercer el poder durante el periodo más traumático que hemos vivido desde 1975. En realidad, una cosa proviene de la otra: con esos compañeros de viaje, solo se puede gobernar de esa manera. Si te pones al frente de una orquesta macarra, no es para interpretar a Debussy.
La coalición que sostiene este Gobierno es radicalmente excéntrica respecto a las corrientes dominantes en la sociedad española, incluida la base electoral del Partido Socialista. Todos sus socios gubernamentales y parlamentarios son abiertamente hostiles a la Constitución, aspiran a derrocar la monarquía, cuestionan la unidad de España y mantienen una relación conflictiva con las instituciones del Estado. Comparten una cultura impugnatoria y destituyente, que no se reconoce en los fundamentos sobre los que se asentó la convivencia en España tras 150 años de guerras civiles. Y su praxis política es vocacionalmente populista, confrontativa y polarizadora.
El desplazamiento dramático del eje de la mayoría oficialista respecto al centro de gravedad del país tendría efectos nocivos sobre el clima social en cualquier circunstancia. Pero se hizo tóxico en el contexto de la pandemia y la depresión económica. En momentos de máxima ansiedad ciudadana por una doble amenaza existencial, se requiere de los gobernantes políticas eficientes, pero sedativas. Capaces de crear confianza, aglutinar voluntades, reforzar el sentimiento de comunidad y ampliar el espacio de los consensos. Problema: tal cosa es impracticable con un Gobierno y un bloque parlamentario de apoyo genéticamente programados para lo contrario. Cruz de navajas: las mañanas de los miércoles en el Congreso apestan a sectarismo ciego y condensan todo lo que detesta cualquier persona civilizada.
Hay una quiebra insuperable entre lo que España necesita y el instrumento de gobierno que se le ofrece. La quiebra es objetiva, pero también subjetiva: en sus tres años como presidente, Sánchez no ha cesado de someter la política española a constantes prueba de estrés, de introducir una tensión sostenida —fatalmente contagiada a sus adversarios— incompatible con el sosiego. No es solo por sus socios: probablemente, él mismo solo sabe concebir la acción política desde una óptica binaria y divisiva.
La amalgama del PSOE con la izquierda populista y todas las variantes del nacionalismo disgregador genera servidumbres en la gestión del Gobierno que son crecientemente inconciliables con el objetivo de obtener una victoria electoral.
Por retener a ERC en su bloque de apoyo, Sánchez puede indultar a los insurgentes del 17 desafiando al Tribunal Supremo, a la Fiscalía y a la razón jurídica, pero no puede esperar hacerlo sin un importante rechazo en la opinión pública española. Además, los indultados ni siquiera se lo agradecerán, más bien se lo tirarán a la cara exigiendo la amnistía. Puede marear la perdiz en la famosa mesa de negociación, pero, en algún momento, tendrá que aclarar que ni la amnistía ni el referéndum de autodeterminación están en su mano, lo que le desgastará en los dos frentes, con los independentistas y con el resto del país. Puede intentar contentar a sus socios ofreciéndoles todo tipo de obsequios estatutarios y de financiación: además de no responder a sus expectativas (hace mucho que dejaron atrás la fase autonómica), provocará una ola de agravios comparativos en las demás comunidades, incluidas las que gobierna su partido. Y puede intentar ajustar su política económica a las directrices de la Unión Europea, pero no sin abrir una brecha en el Consejo de Ministros.
Su partido se lo aguanta todo porque lo sometió a una operación de taxidermia, pero la sociedad ya no traga. El trampantojo se ha hecho visible antes de lo previsto, y asustar con Vox ya no es suficiente. Para este presidente, el presente se ha hecho indescifrable —y probablemente inmanejable—; por eso se siente más cómodo viajando en el tiempo, entre los años treinta del siglo pasado y los años cincuenta de este. Pero resulta que el honrado pueblo tiene la mala costumbre de votar en tiempo presente. Y en España, cuando el personal se encabrona con la política, da igual quién tenga la culpa: invariablemente, paga la factura el que está en la Moncloa.