Pedro García Cuartango-ABC

  • Cuando la política se convierte en una subasta, deja de servir a su principal objetivo. Se transforma en un instrumento al servicio del dirigente y no de los ciudadanos

En un debate en televisión en las elecciones de 2015, Pedro Sánchez le dijo a Rajoy: «Yo le advierto que, si usted sigue siendo presidente del Gobierno, el coste para nuestra democracia será enorme». El candidato socialista explicó que la corrupción en el PP y personajes como Bárcenas exigían que Rajoy dejara el cargo. Ha llegado el momento en el que Sánchez debería aplicarse el rasero que él estableció con su adversario político. Pero todos sabemos que no lo hará. Como afirmó Carmen Calvo, una cosa es lo que se dice en la oposición y otra lo que hace cuando se está en el poder. Sánchez no va a dimitir, pero es el responsable político de la corrupción en el PSOE. Personajes como Ábalos, Koldo y Aldama no surgieron de la nada. Fueron el producto de un ecosistema. Nada de lo que hicieron hubiera sido posible sin el desmantelamiento de los controles, la colocación de amigos en las agencias gubernamentales y el sector público, la fagocitación de las instituciones y la demonización del poder judicial. Los tres son criaturas del líder socialista. Que hubieran actuado sin su conocimiento no disminuiría su responsabilidad.

El estallido de este último escándalo nos lleva al núcleo de la cuestión, que no es otro que la forma en la que Sánchez ejerce el poder. Ha traicionado sus promesas, ha incumplido su palabra y ha actuado no por principios, sino para sobrevivir políticamente. Es un dirigente que gobierna sin ideología y cuyo único objetivo es alargar su estancia en La Moncloa. Podrá argumentarse que los gobernantes están obligados a actuar con pragmatismo e incluso, en algunas ocasiones, con maquiavelismo. Pero en ningún lugar está escrito que puedan hacerlo al margen de la ética y de los principios. Cuando la política se convierte en una subasta, deja de servir a su principal objetivo. Se transforma en un instrumento al servicio del dirigente y no de los ciudadanos.

El profesor José María Valverde escribió en una pizarra en solidaridad con los profesores expulsados por Franco: «Nulla aestetica sine ethica». Como ya subrayaba Valle-Inclán, la ética es el fundamento de la estética. Sánchez no sólo gobierna con una lamentable ausencia de ética, sino que, además, carece de sentido de la estética. Lo que le funciona bien son los relatos que fabrica su aparato de asesores y la propaganda de los medios afines.

La izquierda históricamente ha abrazado las causas del progreso, la igualdad y la libertad. Frente a la derecha, siempre ha defendido la utopía como motor de la historia. Pero ahora Sánchez se ha instalado en el pragmatismo más descarnado con la justificación de que trata de cerrar el paso a la ultraderecha y a una involución democrática. Su discurso cae por su peso cuando observamos los escándalos que le rodean, la amnistía, los pactos con Bildu, ERC y Junts, la financiación privilegiada para Cataluña, sus reformas legales y su falta de respeto a la separación de poderes. Ha llegado incluso a designar a dos subordinados en el Tribunal Constitucional tras cambiar sus reglas de juego. Nada lo detiene a la hora de aumentar su poder, de suerte que la democracia parlamentaria que establece la Constitución ha derivado en presidencialismo. El Congreso, el PSOE y la Administración del Estado son apéndices que maneja Sánchez en función de sus intereses. La pregunta es inevitable: ¿vale la pena la ‘realpolitik’ y la renuncia a los principios para seguir en el poder? Esta es la cuestión que deberían responder sus socios de Gobierno y, particularmente, Sumar.

El debate sobre el conflicto entre las ideas y los intereses ya se planteó en Grecia. Permea la historia. Pero, por no remontarnos mucho más atrás, la emergencia del nacionalsocialismo y del fascismo italiano supuso un crudo triunfo de la lógica de la fuerza sobre los valores morales que sustentan la democracia. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su clásico ‘Cómo mueren las democracias’, sostienen que la principal amenaza a los regímenes parlamentarios no viene ya de dictadores que dan un golpe de Estado, sino de líderes elegidos democráticamente que subvierten las reglas de juego y utilizan el poder para perpetuarse en el cargo. Los dos profesores establecen unos criterios para evaluar cuándo un gobernante salido de las urnas da el paso hacia la autocracia. Citan la negación de la legitimidad de los adversarios, la restricción de la libertad de expresión, la adopción de leyes para fortalecer su discrecionalidad y la vulneración de normas no escritas como el respeto a las minorías. Sería una exageración afirmar que Sánchez ha puesto en peligro la democracia, pero no insistir en que gobierna con una peligrosa tendencia al caudillismo y al autoritarismo. Así lo demuestra su permanente recurso al decreto-ley, el culto a la personalidad que fomenta y la falta de debate interno.

Ha llegado el momento de que sus socios, su partido y quienes militan en la izquierda se planteen si la forma de gobernar de Sánchez encaja no ya sólo con sus ideas, sino, sobre todo, con esa reivindicación de la ética que siempre ha defendido. ¿Vale la pena aferrarse al poder a costa de destruir los ideales? ¿Tiene sentido mirar para otro lado cuando la corrupción cerca al Gobierno? ¿Es Sánchez el líder que puede encarnar los valores de la izquierda?

Corría 1951 cuando Albert Camus publicó ‘El hombre rebelde’, en el que hacía una implacable crítica del comunismo soviético, que, según sus palabras, había derivado en un infierno totalitario. Camus sostenía que la ética y la libertad están por encima de la ideología. Jean-Paul Sartre acusó a su amigo de ignorar la historia, traicionar los intereses de la clase obrera y caer en un idealismo estéril. Merece la pena leer los textos de esta polémica, que remite al núcleo del debate sobre los fines y los medios. Camus creía que los crímenes nunca pueden ser justificados; Sartre pensaba que la violencia revolucionaria era necesaria para alumbrar una nueva sociedad, lo que significaba una legitimación moral del estalinismo. El primero apelaba a la ética; el segundo, a los intereses de clase.

La cuestión que suscita la forma de gobernar de Sánchez es si el objetivo de cerrar el paso a la ultraderecha justifica la corrupción, el nepotismo y el caudillismo que impregnan su liderazgo. Maquiavelo respondería que sí, porque la finalidad última de todo gobernante es el ejercicio del poder. Pero quienes están convencidos de que el fin no justifica los medios y de que la ética es el sustento de la política sostendrían que no. La izquierda se halla enfrentada hoy en nuestro país a un dilema moral que no puede eludir. Y no es otro que si merece la pena renunciar a las convicciones para mantenerse en el poder. Dicho con otras palabras, si son más importantes los intereses que los ideales. Sánchez puede seguir aferrado a que todo lo que ha dicho Aldama es una invención y a que es víctima de una campaña de insidias, pero lo que no puede negar es que ha tenido que desdecirse de todo lo que prometió cuando acusaba a Rajoy de ser un gobernante «indigno». Le sobra pragmatismo y le faltan principios.