JOSEBA ARREGI-El Correo
Nietzsche anunció la muerte de Dios después de que Hegel afirmara que en la cultura moderna se había producido la muerte metafísica de Dios 1.800 años después de que se produjera su muerte histórica en la cruz de Jesús. La cultura moderna ha afirmado, de forma más superficial, que Dios ha muerto la muerte de mil insignificancias, es decir, que Dios se ha convertido para los modernos en insignificante, en una insignificancia.
A pesar de todo, parece que en el espacio de la opinión pública nunca se ha hablado tanto de Dios, a pesar de su muerte, o a causa de ello, porque no termina de morir y se hace preciso volver a confirmar su muerte quizá. Algunos lo hacen recurriendo a la imagen del Dios guerrero que leen en el Antiguo Testamento, olvidando el proceso y la evolución que aparece en la historia de Dios con su pueblo, y que según el ‘Nuevo Testamento’ culmina en Jesús de Nazaret, algo que ningún profesor de universidad permitiría a ninguno de sus alumnos a la hora de interpretar textos y épocas históricas, leer frases sueltas, momentos aislados del contexto global.
Otros lo hacen desde la perspectiva de la ciencia, o de la fe en la ciencia, que, sin ser lo mismo, se mezclan demasiadas veces. Así, la muerte del eminente físico Hawking ha servido para hablar del difunto y de su posición respecto a Dios repitiendo dos afirmaciones de la mente más preclara de nuestros tiempos, que en realidad se contradicen. Según Hawking, Dios no existe. Pero también se repite otra frase suya: Dios no es necesario.
La primera afirmación es bastante menos científica que la segunda, pues es difícil hacer pasar por ciencia una afirmación absoluta y total sobre la realidad, algo a lo que la razón humana no puede alcanzar sin superar sus propios límites. La segunda afirmación, sin embargo, cabe dentro de lo que la ciencia puede decir: Dios no es necesario para explicar la realidad del mundo. El teólogo Horst Eberhard Jüngel ya lo escribió el año 1977 en su obra ‘Dios como misterio del mundo’: Dios no es necesario, parafraseando la frase clave de la teología paulina «Dios es gracia», es gratuito, lo contrario de necesario. Si fuera necesario, estaría sujeto al racionamiento humano. Pero el Dios de Israel, el Dios de Jesús, no está sujeto a las reglas de la razón humana. Lo que no quiere decir que sea irracional, sino que está más allá de esas reglas.
El Dios de Jesús es pura misericordia, es un Dios débil si se quiere, como lo recuerda una y otra vez el papa Francisco que tantos admiradores tiene entre quienes se declaran ateos y de izquierda. La misericordia es la otra cara del pecado: solo el pecador está referido a la misericordia de Dios, el ser humano está referido a la gracia que salva, a la palabra que salva. Pero para los modernos el hombre no tiene pecado. Parafraseando a Sartre, el moderno piensa que el otro es el pecado, que el pecado, la maldad, es de los otros, nunca de responsabilidad propia. Los modernos han poblado la sociedad de multitud de diablos malos necesarios para explicar la maldad que no deja de estar presente entre nosotros.
El Dios de Jesús es un Dios que muere en la cruz del mismo Jesús. Fuera de esa muerte y sin esa muerte no hay Dios cristiano. Dios es la debilidad suprema, pues asume la muerte, incluso la muerte en cruz. Por eso eleva el Padre a Jesús, lo exalta y le da un nombre que está por encima de todos los nombres. En esa muerte en cruz Dios abre la puerta a la salvación a los hombres al tiempo que en la misma cruz les abre el campo de su propia responsabilidad, pues ese Dios débil no impone nada, solo ofrece la promesa del reino de Dios, del banquete nupcial en la mesa del Padre. Jesús no predica ninguna ética completa, ninguna solución a los problemas humanos. Jesús predica el advenimiento del reino de Dios, la victoria del reino de Dios sobe el reino de Satán, la inminencia en su presencia misma de ese reino de paz, de reconciliación de amor. Y por eso anima a sus seguidores a vivir el amor al prójimo, a practicar la actitud del buen samaritano, plantando señales del reino de Dios que no es de este mundo, pero que vendrá y al que es preciso darle visibilidad para no perder la esperanza de su llegada.
Escribe Walter Benjamin que la historia universal es el ángel que avanza hacia el futuro, pero de espaldas, de forma que ve entre sus alas desplegadas toda la historia de horror, de sufrimiento, de dolor, de sueños no soñados, de sueños incumplidos, de esclavitud y de inhumanidad que forma la historia de los hombres. Benjamin mantenía la idea de que la historia marxista es una idea mesiánica de la historia, una historia de rupturas, y no una historia de acumulación lineal.
El tiempo mesiánico está siempre al borde, en el límite, en la frontera del tiempo humano, como una suspensión que abre un tiempo radicalmente distinto al actual. Benjamin lo veía dentro del tiempo humano, pero el tiempo mesiánico nunca es tiempo meramente humano. Los cristianos creen que el reino de Dios pertenece a otro tiempo, al tiempo nuevo en el que todo será nuevo, una nueva creación en cuya espera gime todo el universo (Pablo a los romanos). Pero todo ello pertenece al ámbito de la fe, no del saber científico y humano.
Es ciertamente difícil poner en la base de la fe cristiana la muerte como elemento imprescindible, especialmente para una cultura que cada vez se caracteriza más por el deseo o la voluntad de negar la muerte, o de celebrar la victoria de la vida sobre la muerte decidiendo el modo de la misma, el momento de la misma, afirmando la soberanía de la vida sobre la muerte misma. Reniega con ello la sociedad actual de la frase que escribe la premio nobel de literatura Tony Morrison en su novela ‘Beloved’, y que la repite algo cambiada también en ‘Jazz’: life is a gift of God, death is a gift of life/la vida es un regalo de Dios, la muerte, un regalo de la vida. Parece que hoy preferimos definir la muerte desde la vida, en lugar de la vida desde la muerte. Quizá esperamos con ello volver al paraíso para revertir la historia e intentar ser, por fin, como Dios.