JOSEBA ARREGUI-EL CORREO

  • La realidad cristiana de las fiestas está perdida u ocultada intencionadamente

Vamos a, o estamos ya, celebrando las fiestas de la Navidad. Habrá ya en Europa generaciones que no sepan a qué acontecimiento histórico se deben estas fiestas. Algunos muy dados a la recuperación de las tradiciones incluso saltarán atrás en la historia, olvidarán los últimos 20 siglos y recurrirán a las fiestas de solsticio de invierno de los romanos. La realidad cristiana de las fiestas está perdida, cuando no ocultada intencionadamente.

Un poeta alemán que firmaba como Jean Paul a caballo describió entre el siglo XVIII y el XIX el sueño que tuvo uno de sus personajes en un día de tiempo espléndido. Soñó que Cristo desde la bóveda de una iglesia gritaba diciendo: ¡No hay Dios! Sólo el despertar de su siesta le tranquilizó, pues comprendió que había sido un mero sueño. La cultura moderna en la que, según Hegel, Dios muere por segunda vez hizo realidad el sueño. La primera lo hizo históricamente en la cruz de Jesús. La segunda lo hace en la cultura moderna. Se trata, según él, de su muerte metafísica: Dios desaparece de la cultura moderna, no es necesario ni para la razón, ni para la ciencia, ni para el bienestar de los humanos.

En la estela de Hegel será Nietzsche el que de forma más clara proclama la muerte de Dios como principio del pensamiento moderno. Con la muerte de Dios, siempre según Nietzsche, queda atrás la moral cristiana, una moral del resentimiento, moral del esclavo, del que no se atreve a ser plenamente hombre. Y Nietzsche es el profeta de la nueva moral sin Dios, una moral del señor y no del esclavo, una moral de mando y no de resentimiento.

Algunos teólogos han tratado de pensar a Dios en este contexto. Uno de ellos, Horst Eberhard Jüngel, escribe que el modo de la presencia de Dios en la cultura moderna es el modo de la ausencia. Dios está ausente. Nada en lo que constituye la cultura moderna -Estado, ciencia, moral, filosofía, derecho- contiene referencia alguna a Dios. Todo es posible sin Dios, como dicen que dijo el matemático Laplace a Napoleón cuando éste le preguntó dónde estaba Dios en su tratado de Astronomía: es posible hacer ciencia ‘etsi Deus non daretur’, como si no existiera Dios.

Llevamos, pues, casi dos siglos sin Dios, y sin darnos cuenta de la dificultad de hacer la digestión, de llevar a cabo el duelo por la muerte de Dios. Es cierto, y no pocos hombres públicos nos lo recuerdan con frecuencia, que Dios, los dioses y las religiones han sido fuentes de conflicto y de guerras. Pero olvidan que las guerras más atroces han sido puestas en marcha, las mayores violencias han sido producidas por regímenes políticos ateos por definición. La Constitución bávara de diciembre de 1946, anterior a la Ley Fundamental de Bonn de mayo de 1949, dice en su introducción -cito de memoria-: Nosotros, los supervivientes del campo de ruinas que nos ha dejado un régimen sin Dios, sin conciencia y sin respeto a la dignidad humana, para que las futuras generaciones de alemanes puedan gozar de los bienes de la paz, de la libertad y del bienestar nos damos esta Constitución.

En algunos momentos parece que resucita el Dios declarado muerto metafísicamente por la cultura moderna. Parece que aún quedan algunos resquicios por los que al menos la pregunta de cuáles son las consecuencias de la muerte de Dios puede encontrar entrada en nuestras vidas.

Es bastante claro que dentro de las sociedades occidentales -exceptuando quizá EE UU de América- hablar de Dios no es nada fácil. Parece bastante claro que resulta difícil hablar de Dios a unas sociedades, en unas sociedades que parecen haber perdido la antena para escuchar siquiera nada que suene a Dios, a cristianismo, a fe cristiana. La raíz profunda de esta dificultad no puede ser ocultada. En el fundamento de la cultura moderna está la voluntad de autonomía del hombre fundamentada en la razón humana y sus capacidades (Kant).

La fe, sin embargo, la fe cristiana muy en concreto, solo puede ser entendida como heteronomía. El Dios cristiano no puede ser producto del racionamiento humano. Si lo fuera, dejaría automáticamente de ser Dios: Dios no es necesario, es gracia. La fe cristiana es heterónoma: se debe a una palabra que no es suya, una palabra que recibe, en la que confía, a la que se entrega y que le abre los ojos sobre su responsabilidad: la responsabilidad por el otro, y a través de esa responsabilidad, con la que puede intentar cumplir con la ayuda de quien le dirige esa palabra que le hace responsable del otro, recibe la promesa, la promesa del reino de Dios, un reino de amor, de perdón, de misericordia.

No hace mucho que en estas mismas páginas un grupo de cristianos conocidos hablaban de las reformas necesarias en la Iglesia: poder elegir a los obispos, sacerdocio para las mujeres, poder de codecisión. Pero no percibí ninguna proclamación del Dios en el que creemos. Dios sigue perdido, quizá también en la propia Iglesia. Tendremos que seguir rezando: ‘Rorate coeli desuper eta nubes pluant justum’/que los cielos derramen su rocío y que las nubes lluevan al Justo. La fiesta del niño Jesús, Emanuel-Dios con nosotros, el misterio de Dios hecho hombre, no contra el hombre, sino para llevarlo a su plenitud.