Ya tuve en su día a Erdogan culpándome de la conspiración mediante la que el mariscal Al-Sisi derrocó al presidente Morsi en Egipto en 2013. También he tenido a uno de los ideólogos de la guerra ucraniana de Putin concediendo una entrevista a una revista francesa con el titular: «No es una guerra contra Ucrania, sino contra BHL».
He visto cómo me abucheaban en una manifestación en París, donde me gritaron que era un «multimillonario talmúdico» que llevaba a «nuestros ejércitos a combatir en la guerra por Israel» y que debían «quitarme la nacionalidad francesa».
Me han dicho que soy demasiado judío, que no soy lo suficientemente judío, que soy un agente del Mosad y de la CIA, un traidor de Francia, que soy culpable de «tres genocidios».
Los «patriotas rusos» le han puesto precio a mi cabeza.
Según el Wall Street Journal, la Guardia Revolucionaria iraní tiene planeado asesinarme.
A principios de los 2000, los espías de la pluma escribieron libros desprestigiando la memoria de mis seres queridos, y otros, por lo último que he sabido, están haciendo la ronda por editoriales extranjeras para vender un Wikileaks multilingüe, pero de encefalograma plano, sobre mis delitos.
Pero tengo que decir que, en esta carrera por ganar el título al conspiranoico más tonto del mundo, Blast, un medio de comunicación francés digital, se lleva la palma.
[Bernard-Henri Lévy: «No hay peor víctima de una guerra que quien la borra de su pensamiento»]
Todo comenzó en abril de 2021, con una historia rocambolesca sobre un emir que ordenaba a su banco central que me diera nueve millones de euros como pago por mi participación en la revolución de Libia.
El punto culminante de esa «investigación» fue la consulta a un «colega» que «habla y lee árabe con fluidez» y que, tras las pesquisas, concluyó que los «documentos» que había «se parecen mucho a los documentos oficiales» y que «las cifras» están «correctamente escritas en árabe».
Dudando entre si echarme a reír (de agente del sionismo resulta que había pasado a ser partidario del islamismo), si asombrarme ante lo cómico de la situación (un islamista pidiéndole una revolución a un intelectual judío como si pidiera sushi por Deliveroo) o que me entrasen náuseas («¡El falso Henry de 1896 es de verdad! ¡Las cifras están correctamente escritas en alemán!»), al final, por una vez, de forma contraria a lo que acostumbro a hacer, decidí presentar una demanda.
Estos detectives de tres al cuarto, cuya gran hazaña había sido dejarse manipular durante el caso Clearstream por un espía grafómano y un matemático ocioso, han vuelto a las andadas poco después publicando una nueva falsificación que lo único que ha conseguido es que los especialistas en Oriente Próximo se encojan de hombros, muertos de risa. Me retratan como si fuera un demonio que le ofrece a otro emir un plan de sublevación que supuestamente precipitará la caída del régimen de Bashar al-Ásad y causará una hecatombe entre mujeres y niños sirios.
En resumen, acabé dándole instrucciones a mi abogado, Alain Jakubowicz, para que procediera por la vía legal.
En su sentencia del 29 de junio, el tribunal ha considerado, en segunda instancia, que se había producido un «ataque al honor», es decir, en jerga legal, una difamación.
Pero como la justicia francesa necesita constatar también la mala fe del difamador y, por tanto, exonera al confiado, al manipulado, al incompetente o simplemente al cateto que publicó sus pamplinas «de buena fe», los medios de comunicación digitales se libran de la condena.
Y hete ahí a todos los bocazas de la fachaesfera dejándose llevar, ya sin pudor alguno ni prudencia, afirmando lo que la fuente se había cubierto las espaldas con una prudente plétora de condicionales («quizás»… «posiblemente»… «si todo esto es cierto»…).
«Soral tenía razón», tuiteó uno.
«Hay que ponerlo en la picota», resopla otro.
«Debería desaparecer, y no sólo de antena», amenaza un tercero.
«BHL a la cárcel», decía un cuarto.
A todo esto se suman comentarios en los que se me presenta, caricatura mediante, como un «desecho de la sociedad», un «satánico» con las manos llenas de sangre, un «Rothschild» por alianza, un «usurero de pura cepa». Podría seguir y seguir, todos esos desahogos están documentados por escrito, nunca se sabe.
Es inútil decir que todo este caso no tiene ni pies ni cabeza.
Y los lectores de mis artículos saben que, desde hace treinta años, no me he ido con contemplaciones con esa base de la retaguardia del islamismo, véase, Catar.
Pero este es un caso de manual de cómo funciona la tuitesfera, donde Tariq Ramadan se junta con los fans de Dieudonné, el excandidato conspiranoico a la presidencia de la República de Asselineau con los más exaltados de los insumisos y lo que queda de Russia Today.
Y aprovecho esta fábula, bastante lamentable, al fin y al cabo, para advertir una vez más contra los corifeos que creen que basta con croar para seguir fielmente el ejemplo del periodista Albert Londres. Contra la creciente marea de desplantes, de basura, cuyo vertedero es internet, y contra nuestra adicción a los trinos electrónicos: todos podemos ser su blanco en cualquier momento.
Queda dicho.
Y tranquilizo a mis lectores que prefieren leerme cuando escribo sobre Ucrania, el imperio de los talibanes o un buen libro de filosofía. La próxima vez que algún imbécil con carta blanca en redes afirme su convicción sobre mi papel culpable en la aparición de una pandemia, la muerte de la princesa Diana o la formación de una nube en forma de estela de platillo volante en el cielo, haré lo posible por dejarlo correr.