ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 20/06/14
· Un rato después de haber oído el discurso del Rey Felipe leo el que pronunció su padre el 22 de noviembre de 1975, dos días después de que muriera el dictador Franco. Aquel fue considerablemente más corto, apenas cuatro minutos. Aún me sobresalta su aire angustiado y sombrío. Cualquiera de esos crecidos irresponsables que cuestionan el mérito de la Transición y ponen en duda el progreso de España debe leer ese texto, cuyas únicas referencias de autoridad son Franco y Dios. Y a pesar de todos los dioses tonantes, aquel Rey tuvo la altura y el valor de incrustar un párrafo como el que sigue: «Pido a Dios su ayuda para acertar siempre en las difíciles decisiones que el destino alzará ante nosotros.
Con su gracia y con el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España, deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la Justicia. Que nadie tema que su causa sea olvidada, que nadie espere una ventaja o un privilegio». Dos días después del hecho biológico, y el Rey Juan Carlos ya hablaba de «sistema constitucional» y de su incrustación en él. Una referencia, por cierto, que mereció unas luminosas y precisas palabras de Julián Marías: «El Rey, al llamarse constitucional, dice que así se entiende a sí mismo, que pretende reinar de acuerdo con una Constitución que habrá que redactar, discutir, aprobar democráticamente» (El País, 21 de agosto de 1977). Fue, en fin, un discurso acosado, donde se toca el miedo del que habla y de los que escuchan. Conmueve. Cada vez conmoverá más.
Un discurso radicalmente diferente del que casi cuatro décadas después pronunció ayer su hijo. Uno citaba a Franco y a Dios. El otro a Machado, Espriu, Aresti, Castelao y Cervantes. Uno juraba sobre los Evangelios y organizaba una misa del Espíritu Santo. El otro juraba por los ciudadanos, y hasta por las comunidades autónomas. Uno presentaba Europa como una aspiración de España. El otro declaraba que España es Europa. El éxito español está descrito entre estas dos proclamaciones. Sin embargo, hay algo en que el discurso del hijo ha estado muy por debajo del discurso del padre. Es la grandeza. Una grandeza, la de aquel Juan Carlos, alimentada, ya digo, por el miedo; pero grandeza, al fin, reto. Algo así como la comprensión afinada de la circunstancia, del cruce entre la Historia y el día de hoy. No sé quién fue, pero el discurso del Rey Juan Carlos tuvo un autor, una pluma, una sintaxis, y la consiguiente coherencia y hasta el vuelo emocional. No sé quién fue, aunque me gustaría que hubiese sido don Torcuato Fernández-Miranda, ese gigante inhóspito, desconocido, cuya foto tenía Don Juan Carlos en la mesa filmada de su adiós.
El del Rey Felipe no ha tenido autor. Nadie en la corte se ha encerrado una noche con un mazo de cuartillas, para disimular, y un Mac Air para concretar. Para concretar y por si se pegaba algo del discurso de Steve Jobs en Stanford. El discurso del Rey fue el discurso de Moragas, por así decirlo. El señor Jorge Moragas existe, es alto funcionario del Gobierno Rajoy y por su mano habrá pasado sin duda este discurso, como es de ley y costumbre. Pero sólo quiero señalarlo como arquetipo. En la hora profunda y solemne de su proclamación el Rey Felipe leyó una suerte de copypaste ¡interdepartamental! del que ningún tema quedó por nombrar aunque todos por tratar. Cuando habló, textualmente, del papel de la mujer y del respeto al medio ambiente, creí que iba a desmayarme, por tener la alucinación de que nuestro Rey estaba inaugurando una depuradora en el Ganges. «El siglo XXI, el siglo también del medio ambiente, deberá ser aquel en el que los valores humanísticos y éticos que necesitamos recuperar y mantener, contribuyan a eliminar las discriminaciones, afiancen el papel de la mujer y promuevan aún más la paz y la cooperación internacional».
Todas y cada una de las palabras de su discurso tuvieron la textura regurgitada del llamado lenguaje político, del dossier, del post-it, del iluminador, del bullshit que arbitra todas las opiniones hasta dejarlas inservibles. Y ni siquiera los fragmentos más sensibles del discurso, como su justo recuerdo de las víctimas del terrorismo, se libraron del olor a ropa vieja de las fórmulas mil veces dichas y ensayadas. La obligación de un rey en su primer discurso es que todas las palabras suenen nuevas. Fracasó. Como también lo hizo en el modo de decirlas. Demasiadas vacilaciones y titubeos. Sostienen, para disculparlo, que estaba nervioso. Lo que es intolerable, claro está. Entre otras muchas cosas se decide un rey y no un presidente de la República porque no se va a poner nervioso.
Nadie podía esperar que el Rey hiciera política ni mucho menos presentara un programa, como algunos insensatos, siempre cerca del peronismo, incluso monárquico, reclamaban. Cabe agradecer que se atuviera al guión constitucional. Y que ante la chulada soberanista, que fue el más evidente subtetxto de su discurso, se atuviera a la unidad en la diversidad que llevamos escuchando en discursos, incluso preconstitucionales, desde hace muchas décadas españolas. Sin embargo, fue precisamente en este asunto, y probablemente por culpa del copypastemoragas, donde cometió el único, aunque significativo, error conceptual de su discurso: «Las lenguas», dijo, «constituyen las vías naturales de acceso al conocimiento de los pueblos y son a la vez los puentes para el diálogo de todos los españoles». Fue obvio que el Rey Felipe quiso ganarse a los nacionalistas por el lado de la adulación lingüística. Pero ahí lo hartaron de balón. Las lenguas españolas, el catalán, el vasco o el gallego no pueden ser puentes de diálogo entre españoles.
Sería una gran dificultad técnica que así sucediera. Una dificultad del tipo canadiense o belga. Por suerte una de las lenguas españolas, el castellano, es el puente, la koiné, que permite ese diálogo. La adulación lingüística, por cierto, tuvo también un momento casi gracioso cuando el Rey Felipe habló del Príncipe de Girona. Bien: no sólo resulta inconveniente dejar sin traducir los topónimos cuando puede hacerse (que es siempre con los topónimos relevantes y no con las aldeíllas). Es, además, una muestra de afecto. Recíproca. Con la comunidad lingüística del topónimo original y con la del topónimo traducido.
Vuelvo al discurso del padre. Vuelvo a leerlos en paralelo. Hay algo que no está en las palabras. O al menos así tomadas una a una. Es una impresión llamativa. En 1975 la Monarquía venía de manos de la dictadura. Y, sin embargo, no se ve en el discurso a un Rey que pida perdón a su pueblo. Se ve a un Rey que coge de la mano a los españoles, que parece tan personalmente atemorizado como ellos, y que les anima a recorrer juntos un camino incierto. Ayer en Madrid, por el contrario, un Rey que recoge su Corona de manos de la democracia, pareció andar como por un lecho de huevos, pidiendo perdón a cualquier español con el que se cruzara. Sin motivo.
ARCADI ESPADA, EL MUNDO – 20/06/14