Llevo cuatro años viviendo en España y todavía hay cosas a las que no me acostumbro del todo, como el aterrador canto de la lotería de los niños de San Ildefonso. Y otras que no entiendo, como el revuelo anual que ocasiona el discurso de Navidad del Rey.
Es cierto que hasta ahora me había guiado únicamente por las reacciones, los resúmenes y extractos que empuñaban los sectores de izquierda y de derecha, como armas arrojadizas, ya sea para criticar al Rey o para defenderlo. Por lo cual este año me senté a escucharlo de cabo a rabo.
La alocución de 2022, de poco más de doce minutos de duración, me dejó en las mismas. En su mensaje, el Rey hizo un resumen de los principales acontecimientos del año: la guerra de Ucrania, las secuelas todavía presentes de la pandemia o la difícil situación económica que se refleja en problemas como la carestía de los alimentos. Luego pasó a subrayar su preocupación fundamental: la erosión de las instituciones democráticas en España y la crisis de convivencia que desde hace tiempo arrastra la sociedad. Lo que condujo a un corolario lógico: renovar la confianza en la democracia española y reforzar los lazos de cooperación con la comunidad europea.
En resumen: un discurso correcto, positivo, normal.
Las reacciones no se hicieron esperar. La bancada de Podemos, a través de Rafa Mayoral, tildó el mensaje de cúmulo de “vaguedades” y “ejercicio de vasallaje impropio del siglo XXI”. Gabriel Rufián, portavoz de ERC, se limitó a postear en Twitter un resumen en clave de meme, así como una foto del Rey cuando era un niño, saludando a Francisco Franco. La escena es observada por el rey emérito Juan Carlos I.
Mientras tanto, el PSOE y el PP, en su mascarada de enemigos oficiales, aplaudieron el discurso precisamente por sus vaguedades, ya que no interpelaba con pelos y señales a ninguno de ellos. Los hermanos gemelos de la democracia española suspiraron: este año han recibido una advertencia general sin ninguna reprimenda.
No obstante, el discurso del Rey no se salvó de absurdos ditirámbicos. Por ejemplo, el del analista político, con experiencia en dirección de campañas electorales, César Calderón, quien no dudó en afirmar que se trataba del mejor discurso de Felipe VI hasta ahora, para luego compararlo con una sinfonía de Beethoven o una fuga de Bach por la magistral imbricación de forma y contenido.
Las reacciones más pertinentes las encontré, curioseando en la red, en El Plenillo, un segmento popular de Radio Castilla-La Mancha en el que recogieron las impresiones de varios niños de entre 3 y 5 años. “No lo he escuchado, pero seguro será positivo”, dijo uno. “La verdad, no sé qué decirte sobre el mensaje del Rey porque no lo he oído, se me ha olvidado”, terció una niña. Luego le tocó el turno a un jovencito llamado Antonio que destacó algunas palabras que dijo el Rey, como “que quiere que la guerra de Ucrania se acabe, que haya paz en Ucrania, que no haya guerras, que todos seamos buenos”.
Por supuesto, se puede pensar que estas impresiones infantiles demuestran la simpleza, en un sentido peyorativo, del discurso del Rey. Sin embargo, tal y como están las cosas, no habría que descartar que Felipe VI haya asumido con entereza el papel del tonto del pueblo que nos recuerda cosas como que el cielo es azul y que debemos respetarnos los unos a los otros, así como respetar las leyes. Su alocución está lejos de ser un gran discurso. Es, como mucho, una perogrullada. El detalle es que esa perogrullada es también el frágil principio de convivencia que ha demostrado ser el único antídoto contra las guerras y la violencia.