Sami Khiari-El Correo
- Las amenazas que alimentan las ideologías radicales provienen de problemas persistentes y desatendidos por la política
La cumbre mundial en Vitoria puso el foco en la urgencia de revitalizar la democracia a escala global. Este llamamiento contrasta con la retórica extremista que se propaga como una marea en Europa y amenaza su estabilidad. La Unión Europea nació como respuesta a dos guerras mundiales, la última gestada por discursos incendiarios dirigidos, principalmente, contra los judíos, los vencedores de la Primera Guerra Mundial y otros colectivos considerados peligrosos para el Tercer Reich.
Las amenazas reales que sirven de caldo de cultivo para ideologías radicales y excluyentes en la UE provienen de problemas persistentes y desatendidos, producto de una praxis política que requiere una reorientación urgente para evitar una regresión democrática. La creciente desigualdad socioeconómica, la precarización del empleo, la falta de integración y la crisis de identidad cultural han abierto profundas grietas.
La democracia es mucho más que el mero ejercicio del voto cuatrienal; es un marco para construir una sociedad justa, sensible a las necesidades y exigencias de sus ciudadanos, y cuyo objetivo innegociable es eludir el totalitarismo. Sin embargo, a través de estas fisuras proliferan brotes contrarios a sus principios fundamentales, que la hacen vulnerable.
Las narrativas extremistas se valen de una panoplia de urgencias sociales que exacerban el descontento. Entre ellas se encuentran la exclusión social, la degradación y privatización de los servicios públicos, la inflación y la dificultad para acceder a una vivienda. A estas crisis se suman la corrupción, el creciente antagonismo entre el pueblo llano y la élite y una globalización que beneficia principalmente a las grandes corporaciones.
Los discursos radicales denuncian también la competencia desleal, la deslocalización del sistema productivo, el intenso sentimiento de injusticia y la percepción de que la igualdad ante la ley es una ficción. Además, capitalizan la sensación de desprotección de los ciudadanos y la irrelevancia de sus opiniones individuales, reprochando a los líderes electos que vivan de espaldas a la realidad de las personas. Estas fallas del sistema en ningún caso justifican los discursos disruptivos.
Si la democracia debe garantizar la libertad y el bienestar, actuar como el último dique contra la radicalidad y el populismo, cabe preguntarse: ¿Quién debe asumir la responsabilidad de esta regresión? Aunque la tentación es culpar solo a los gobiernos, la pregunta más difícil es: ¿En qué medida ha contribuido la ciudadanía a este declive sistémico? Mi convicción es que todos somos, en cierta medida, corresponsables, hemos contribuido a construir una sociedad cada vez más individualista que debilita los valores colectivos y evolutivos de la democracia.
Mientras tanto, los portavoces extremistas explotan las fragilidades del modelo democrático, inyectando pensamiento mágico en la ciudadanía. Su estrategia consiste en desviar la atención, señalando a chivos expiatorios para eximirnos de la autocrítica y promover la idea de que nuestros males son importados. Es la conocida técnica del ilusionista: manipular la atención para ejecutar el truco. En este caso, la distracción pretende hacerse con el poder político, impulsando una polarización de la ciudadanía.
Sus tácticas incluyen censurar el flujo migratorio descontrolado, condenar el islamismo político, insistir en la tesis del ‘gran reemplazo’ cultural y denunciar las ayudas sociales a inmigrantes. Además, critican la excesiva presión tributaria sobre las pymes y la ingeniería fiscal para evadir impuestos de las grandes empresas. Por último, reivindican la primacía de los intereses nacionales y se autoproclaman patriotas modélicos, mientras tachan de traidores a quienes discrepan y critican a los que promueven una sociedad más integradora.
Este discurso ha alzado su voz en la UE, ganado visibilidad penetrando en sus instituciones y seducido a una creciente audiencia. Urge refrescar nuestras certezas y recordar que la democracia es un proceso: debe crear dinámicas de renovación y adaptación al constante cambio social. Por ejemplo, impulsar dinámicas de enseñanza mediante ciclos de aprendizaje anuales, desde la infancia hasta la edad adulta.
Estamos ante un hito descomunal, cuyas consecuencias, si no actuamos, amenazan con retrotraernos a un capítulo de la historia que creíamos definitivamente clausurado. La guerra en Ucrania permanece como ominosa advertencia para quienes aseguraron durante décadas que el conflicto bélico nunca volvería a ocurrir en Europa.