José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Nunca el TC tuvo una composición de tanta complicidad con el Gobierno, ni un presidente ex fiscal general del Estado, una vicepresidenta del mismo bloque, flanqueados por un exministro y una ex directora general
En uno de los párrafos del bien armado discurso, con motivo de la toma de posesión de los cuatro nuevos magistrados, pronunciado el pasado lunes por el ya expresidente del Tribunal Constitucional Pedro González-Trevijano se proclamaba un desiderátum: “El magistrado no representa a nadie. Ni al órgano por el que fue elegido, ni a la fuerza parlamentaria que impulsó su proposición. Está a solas con su conciencia y solo de ella depende. La ausencia de espurios vínculos y su indeclinable independencia son exigencias de su legitimidad de origen y de ejercicio”.
María Luisa Balaguer, catedrática de Derecho Constitucional, militante indubitablemente en la izquierda política y, muy precozmente, en el feminismo, jurista adherida a metodologías de interpretación de las leyes que están alejadas de cualquier mentalidad conservadora, ha tenido el valor democrático de convertirse en una disidente. No atendió la consigna gubernamental para consumar la operación Conde-Pumpido, largamente acariciada por la Moncloa, como aquí se describió el pasado 29 de julio, y mantuvo hasta el final su candidatura, que fue votada por los cuatro magistrados conservadores y por ella misma, a lo que tenía pleno derecho.
Balaguer tampoco se apartó —como hicieron los seis magistrados progresistas— del uso cuasi constitucional según el cual la vicepresidencia recae en el grupo minoritario, en este caso en el magistrado Ricardo Enríquez. Siguiendo, de nuevo, consignas gubernamentales y del propio Conde-Pumpido, los progresistas se hicieron también con ese cargo, para el que eligieron a la magistrada Inmaculada Montalbán. Tanto la presidencia como la vicepresidencia del tribunal se dilucidaron en votaciones similares: seis magistrados frente a cinco. La nueva etapa nace mucho peor de lo que terminó la anterior: enfrentamiento abierto con el único paliativo de los buenos oficios de la magistrada Balaguer.
La Moncloa y el nuevo presidente del TC enviaron así un mensaje que nada tiene que ver con el que venden sus terminales mediáticas: situar en la cúpula del Constitucional a una mujer. Concepción Espejel o la propia María Luisa Balaguer hubiesen conferido credibilidad a una designación femenina como reconocimiento auténtico al hecho de que el actual es el TC con mayor número de mujeres magistradas (5). Se ha tratado, por el contrario, de un escarmiento vengativo por la decisión del grupo conservador de frustrar la mutación constitucional que el Gobierno intentó mediante la introducción de enmiendas de adición a la proposición de ley de reforma del Código Penal para, a su través, modificar aspectos nucleares de las leyes orgánicas del Poder Judicial y del propio Tribunal Constitucional.
María Luisa Balaguer merece el reconocimiento a su presencia de ánimo frente a las presiones que ha sufrido; a su independencia como magistrada, obviando los intereses de quienes la propusieron para el cargo que ejerce, anteponiendo los propios de la jurisdicción de garantías constitucionales que desempeña, y a su sentido de la equidad, al alinearse con la minoría conservadora para que obtuviese la tradicional representación en la cúpula del TC. Todas estas circunstancias la honran. Efectivamente, y como se escribió en este blog el pasado 29 de diciembre, ella era la disrupción necesaria frente a la sumisión convencional de su contrincante, un hombre divisivo e infinitamente ambicioso que es mucho más temido que respetado.
La intrusión del Gobierno en el Constitucional resulta evidente, no solo por su empeño descarado en que Conde-Pumpido fuese elegido su presidente. También lo es por el nombramiento de sus dos magistrados: el exministro de Justicia Juan Carlos Campo y la ex directora general de la Moncloa Laura Díez. Nunca el Constitucional tuvo una composición de tan extrema complicidad con el Gobierno de turno. Nunca un cargo público de confianza gubernamental —Conde-Pumpido, siete años fiscal general del Estado entre 2004 y 2011— fue presidente del órgano de garantías constitucionales; nunca un exministro —cesado en fecha tan próxima como junio de 2021— fue nombrado por el Gobierno magistrado del TC, y nunca tampoco una colaboradora de un ministro en activo —Félix Bolaños— fue designada magistrada.
Si el Tribunal Constitucional ya venía lastrado por una grave crisis de credibilidad, por su falta de sintonía en los tiempos y las sensibilidades con las aspiraciones sociales y con una fuerte disfunción respecto del mandato constitucional y de su propia ley orgánica, no van a ser Conde-Pumpido y los magistrados adláteres del Gobierno quienes rescaten al máximo intérprete de la Constitución de su postración. De tal suerte que seguimos en la dinámica de desinstitucionalización que este Gobierno viene impulsando desde el inicio de la legislatura.
Estamos —quizá no sea preciso reiterarlo, aunque lo que abunda no daña— ante un presidente del Gobierno que carece de límites, cuyos principios rinden pleitesía a la permanencia en el poder y que zarandea las instituciones sin que se le caiga de la boca el cumplimiento de una Constitución cuyo espíritu banaliza. Existe una izquierda —por debajo del radar de las métricas demoscópicas— a la que Pedro Sánchez inquieta, en unos casos, y desconcierta, en otros. El secretario general del PSOE ejerce un mandato cesarista de corte populista que envuelve en el celofán de un falso progresismo. El auténtico fue ayer el de María Luisa Balaguer.