FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
Al reparar el público en el oprobioso detalle, las merecidas ovaciones al elenco operístico, desde el coro a la soprano y al tenor, pasando por la orquesta, devinieron en sonoras protestas y hubo que echar el telón a toda prisa. Bajado el mismo, los espectadores se giraron hacia el Palco Real y vitorearon al Rey de España en señal de desagravio por tamaña provocación.
Si el Faust de Gounod busca recobrar la juventud pérdida que enamore a la lozana Marguerite, el personaje de Goethe representa la ambición ciega y el ansia ilimitada de poder, lo que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, destruyendo lo que se anhela y al mismo individuo. El protagonista de Goethe, merced a su mefistofélico trato, arranca de su vista hasta reducirlos a carbón los tilos de la morada del anciano matrimonio, cuya propiedad ambiciona para levantar el observatorio desde el que «mirar hasta el infinito» el mundo nuevo que había construido.
Con su Fausto, Goethe reescribe la historia bíblica de Acab, el rey de Samaria, y sus deseos por adueñarse de la viña que Nabot poseía al lado de su palacio, y de la que éste no deseaba desprenderse por tratarse de una herencia de sus padres. A causa de las intrigas de la reina Jezabel, que le afea a su marido su debilidad («¡Y tú eres el que manda en Israel!»), Nabot se ve envuelto en un juicio fraudulento y muere lapidado, apropiándose Acab de su heredad. Tan execrable felonía le mereció la maldición eterna de Yavé. En su obnubilación, ni a Acab ni a Fausto podía pasarles por la cabeza que nada compensaba a los damnificados de su codicia perder aquello que estimaban por ser parte esencial de sus vidas.
Por eso, Fausto, como encarnación del poder, reclama de Mefisto que le quite de en medio a esa pareja de ancianos que se aferra a su pegujal cual náufragos sujetos a la quilla de un barco hundido. Sin querer reparar en detalles, finge que puede perpetrar sus planes sin mancharse las manos descargando si acaso su responsabilidad en otros. Así, llegado el caso, Fausto puede exteriorizar su horror por la casa quemada y por los ancianos víctimas de su impetuosa ambición.
Al evocar al doctor Fausto, de Goethe, y como anteponía el fin a los medios, no cuesta reconocer la transformación operada en igual sentido por Pedro Sánchez a raíz de que, para sacar adelante su moción contra Rajoy, estuviera dispuesto a aliarse con el diablo mismo para entrar en La Moncloa. Tenía imposible arribar por su propio pie, al no disponer de los escaños precisos para hacerlo de la forma acostumbrada en España desde la Transición para acá, y no estar dispuesto a la espera. A este fin, con esa arrogancia con la que ha hecho ceñir sus sienes de presidente, el doctor Sánchez, ¿supongo? siempre se plantea maquiavélicamente el qué; nunca el cómo.
Por ello, y al ver su persistente actitud de «doblegar vecinas voluntades, conforme al capricho propio», hay que significar la deriva autoritaria en la que se ha embarcado el presidente. Más acusada a medida que se van conociendo más y más plagios en una tesis doctoral con gestación subrogada en el vientre de alquiler del equipo del ex ministro Miguel Sebastián. Ese atropello acaba de tener su hito en el intento de saltarse a la Mesa del Congreso y al Senado en la tramitación de la Ley de Presupuestos usando marrulleramente un proyecto de ley concerniente a la violencia machista.
No se trata de ese inveterado vicio ya hecho costumbre –y contra el que ya se ha pronunciado reiteradamente el Tribunal Constitucional– de introducir de matute leyes. A modo de muñecas rusas, se aprovecha la tramitación de otra norma que nada tiene que ver con aquella que prohíja en su vientre. Es mucho más grave. Supone saltarse el régimen de mayorías parlamentarias y pervertir las normas de funcionamiento parlamentario.
Con los mismos compañeros de viaje, se desliza por los modos y usos del Parlamento de Cataluña durante las aciagas jornadas de tramitación ilegal del referéndum independentista fraudulento del 1 de octubre de 2017. Este grave episodio alerta más sobre la alta probabilidad de que, con su pacto del diablo con nacionalistas y podemitas, dado su empecinamiento en resucitar el guerracivilismo de las dos Españas machadianas y en enterrar una modélica Transición que propició la concordia de una «libertad sin ira», Sánchez, más que ser un rehén de ellos, comparte sus intereses buscando el aislamiento de las fuerzas políticas situadas a su derecha y, por ende, de la España que representan electoralmente.
En su acometida antidemocrática bajo el simulacro de «mayoría social», Sánchez ignora la lección que Tomás Moro dispensa a su yerno en una de las escenas de la magnífica obra teatral de Robert Bolt sobre la vida y el drama de aquel Hombre para la Eternidad. Es aquella en que éste le apremia a usar su autoridad como Lord Canciller de Enrique VIII para que mande detener sin dilación a alguien al que él tiene de peligro público, Moro le responde que, mientras no viole la ley, él concederá amparo legal hasta el mismísimo diablo. Escandalizado, le tilda casi de hereje y proclama que él arramplaría con todas las leyes de Inglaterra si menester fuera con tal de que el demonio no huyera. Ante la andanada, Moro le refuta: «Y, cuando hayas talado todo el bosque de las leyes de Inglaterra, si el diablo se vuelve contra ti, ¿dónde te esconderás?». Y añade Moro, ratificándose en su idea cardinal: «Sí, por mi propia seguridad, reconoceré al mismo diablo el amparo de la ley». Claro que lo que no pudo imaginar este santo católico es que, en su caso, ese diablo sería el mismísimo monarca del que fue consejero y lo mandó decapitar.
Con ese modo de violentar la democracia, con su recurso permanente a los decretos-leyes como si rigiera poco menos que una democracia orgánica y su tropelía última para tratar de sacar arteramente los Presupuestos de 2019, de manera que lo municione de gasto electoral de cara a las citas con las urnas del año por venir, rememora el proceso autodestructivo del personaje de Fausto cuando ve descarriar el propósito que justificó su pacto con el diablo.
En la complicada tesitura de Pedro Sánchez, la forma plagiaria de su tesis doctoral hace temer que todo en él sea puro plagio. Es verdad que esto no es Alemania para su suerte. Contrariamente a lo que le achacó a Rajoy por no ajustarse a aquellos estándares democráticos y de exigencia ética. Allí dos ministros de Merkel dimitieron por fraudes mucho menores en sus tesis doctorales comparados con el clamoroso fraude de Sánchez. Si es que contiene alguna frase original, cuando le pasen la máquina de la verdad por encima como una plancha.
Fueron los titulares de Defensa, Karl-Theodor zu Guttenberg, en marzo de 2011; y de Cultura, Annette Schavan, en febrero de 2013. A ningún parlamentario teutón se le ocurrió preguntar en voz alta en los pasillos del Congreso, poniendo por testigo a los periodistas: «¿300 palabras o 500 palabras que no llevan comillas es un plagio? ¡Anda, por favor!», como Adriana Lastra, vicesecretaria general del PSOE.
Guttenberg, una de las personalidades más relevantes del momento, no sólo puso punto y final a su carrera política para gran dolor de la canciller, sino que renunció a su título. A diferencia de la Universidad que expidió el doctorado cum laude a Sánchez y que hoy merecería la befa del Nobel español al que debe su nombre, tras permitir que se conformara un tribunal bisoño y amigado en buena medida con el aspirante y su directora de tesis, la Universidad de Bayreuth le quitó el título de doctor al falsificador.
Es más, cuando Guttenberg declaró que no recordaba que hubiera copiado sistemáticamente, muchos concluyeron que su dimisión no sólo era obligada por grave cuestión académica, sino que se hacía urgente porque difícilmente podía administrar el departamento de Defensa quien sufría tan ostentosa pérdida del sentido de la realidad.
Si Guttenberg se valió de autores a los que no cita y de la mentira para conseguir una posición académica –el doctorado, nada que ver con MasterChef, es la prueba de calificación más importante de la carrera y la puerta que posibilita acceder a la cúspide universitaria– otro cabe argüir en el caso de Sánchez. Como estableció Diderot, «la corrupción consiste en la ignorancia de las leyes escritas y en la observancia de aquellas inconfesables».
Pero, en el fraude de Sánchez, esto se agrava por el hecho de usar las mentiras para tratar de salir del atolladero. Antes de colgar la tesis que dijo ya tener colgada, aseveró que la misma había pasado dos programas antiplagio y una de las empresas ha elevado en 20 puntos lo teóricamente plagiado, al tiempo que ese porcentaje es indiciario, pues puede incrementarse. En defensa de su prestigio, la empresa alemana Plagscam ha reclamado a La Moncloa el informe oficial en que apoya su mínimo porcentaje y ésta se lo niega clamorosamente, con lo que todo hace presumir que se trata de una nueva martingala del equipo de fontaneros del presidente.
Mientras Sánchez trataba de defenderse aseverando que era víctima de supuestas noticias falsas por parte de los medios de comunicación que han revelado la tostada de las dudas sobre su autoría real y sus plagios al por mayor, ahora resulta, como era de esperar y suele ocurrir, que esas fake news eran fabricadas y propaladas desde La Moncloa por medio quizá de láseres de cabeza inteligente como los vendidos a Arabia Saudí y que garantizan que no infligirán daños colaterales a la población civil yemení.
Para colmo, aquellos que han tratado de hacerle un quite providencial al presidente asegurando que el plagio reside únicamente en el libro de la tesis doctoral difícilmente lograrán que se aparten los ojos del asunto sustancial y han podido abrirle un nuevo frente a quien buscaban socorrer. De hecho, a ello se ha agarrado el líder de Podemos, Pablo Iglesias, para, por medio de la «cutre» tesis doctoral, encarecer el pacto del diablo firmado entrambos.
Visto lo visto, al «doctor Sánchez, ¡supongo?» puede acontecerle lo que al labriego al que el diablo le ofrece tierra a cambio de su alma. «¿Cuánta?», inquiere a quien le contesta que todo lo que abarque recorriéndola a pie. El aldeano comienza a andar sin querer cerrar el círculo y regresar al punto de partida, aunque se va quedando exangüe. Aun así, no se anima a descansar ante la perspectiva de acopiar cada vez más tierras prometidas y prometedoras. Agotado, cae fulminado. Entonces se presenta el diablo con una pala de sepulturero, y le indica: «Creo que no necesitabas más que una parcela de sólo un metro de ancho y dos de largo».