El dulzor de la derrota

EL MUNDO 18/09713
SANTIAGO GONZÁLEZ

· El autor analiza la actitud del presidente de la Generalitat tras la carta de Rajoy a propósito de la «consulta»
· Cree que sería mejor no negociar con el líder catalán, porque se estaría premiando su comportamiento desleal

BRENO, un jefe galo que tomó Roma en el año 390 AC, pidió a cambio de no expoliar el Capitolio mil libras en oro. Cuando los galos pesaban el rescate, los romanos se quejaron de que la balanza estaba amañada. Breno añadió su espada al plato del peso y dijo Vaevictis! (¡Ay de los vencidos!)
Eso pasó en Roma en el siglo IV antes de Cristo. Veinticinco siglos más tarde y en España, las cosas ya no son así. Nuestros nacionalistas han aprendido a lo largo de su incierta convivencia con los españoles que no es incompatible haber sufrido una derrota con exigir un rescate a los vencedores. Veamos unos ejemplos.
Según cuenta El péndulo patriótico, historia oficial del PNV, el 2 de abril de 1939, al día siguiente del parte de la victoria, (»Cautivo y desarmado el Ejército Rojo, etc…») la Ejecutiva del PNV se reunió en Meudon, cerca de París, para dejar clara su falta de compromiso con el Gobierno de la República y el Frente Popular. También para manifestar falta de prejuicios respecto a la triunfal dictadura franquista: «El Partido Nacionalista, respecto al régimen y los Partidos (sic) de Franco, fundamentalmente proclama también su libertad de acción».
Es decir, que al día siguiente de haber sido derrotados se dirigen a los vencedores para preguntarles: Y ahora que nos habéis ganado, ¿qué nos vais a dar? Franco, que era de natural rencoroso, debió de haberles respondido: «Tontines, no preguntéis qué, sino por dónde».
Pocas dudas caben de que el anuncio del abandono de la actividad armada por parte de ETA en 2011 fue la expresión de su derrota ante el Estado de Derecho y las Fuerzas de Seguridad del Estado. Sin embargo, la izquierda abertzale ha conseguido presentar su comunicado como una oportunidad para que el Estado negociara lo que la organización terrorista no había conseguido imponer con 858 asesinatos. «Los Estados español y francés» dicen en sus comunicados, pero estas fantasías solo tienen cierto eco en algún sector de la opinión pública española.
Artur Mas i Gavarró es un dirigente cuya carrera combina con armonía y gran estilo errores, derrotas y fracasos. Tuvo que llegar él a CiU para perder en favor del tripartito de Maragall el Govern que Pujol había mantenido durante los 23 últimos años. Volvió a escapársele en 2006 frente a Montilla. El 2010, con una mayoría precaria de 62 escaños, gobernó apoyado por el mismo PP al que había rechazado en plan Scarlett O’Hara, al notario pongo por testigo. Abortó la legislatura a los dos años para pedir una mayoría excepcional. Perdió 12 diputados y se entregó a la misma Esquerra que le había birlado la Presidencia durante ocho años para apoyar a Maragall y a Montilla y que ahora lo pastorea por los rastrojos, que es lo que queda en los trigales tras el paso de Els Segadors.
Una vez descubierto el dulce olor de la derrota, Mas no ceja. No es casual que tanto el nacionalismo catalán como el vasco hayan fijado sus días de exaltación nacional en otros tantos aniversarios de fracasos. Los vascos fijaron el referéndum de su Estatuto en el 140º aniversario de la Ley Confirmatoria de los Fueros (sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía), primera etapa de la amortización foral que tuvo una segunda y definitiva en la Ley Abolitoria, el 21 de julio de 1876. El día grande de Cataluña se instituyó en el aniversario de aquel 11 de septiembre de 1714 en que Barcelona cayó en manos del Ejército de Felipe V.
Uno de los aspectos más grotescos de todo este asunto es el empeño compartido de salvar al dirigente más torpe que se han dado jamás los catalanes. Ahora que está perdido en su laberinto vayamos a rescatarle. Es un error. Premiar su comportamiento equivale a sentar unas bases pedagógicas lamentables para el futuro, al demostrar que la deslealtad, incluso derrotada, lleva premio. Como el franquismo a sus homólogos vascos de 1939, ahora que ha fracasado, ¿qué le vamos a dar? No negaré las virtudes del diálogo, pero en todo caso está sometido a dos restricciones: no debe negociarse con el cabecilla fracasado y los suyos deben mostrar un propósito de enmienda, descabalgarlo ellos. Si acaso, que su coalición presente a un interlocutor que no hubiera pregonado el enfrentamiento máximo, un Duran Lleida, el amable prisionero del Palace.
Por otra, está la inutilidad del esfuerzo. Mas es un prisionero de su personaje, de su socio, ¡hasta de sus manifestantes! No podría conformarse con una oferta que cupiera en la Constitución. Aceptará el diálogo, no dirá que no al federalismo, siempre que sea asimétrico, aceptará mejoras en la financiación, pero mientras seguirá reclamando bolongo: y ahora, vamos a hablar de la consulta.
Va creciendo el número, no ya de catalanes, sino de españoles que consideran que la ley ha de someterse a consideraciones políticas de conveniencia, como si la esencia de la democracia española fuera la desdichada frase de Zapatero en 2005: «Las palabras han de estar al servicio de la política, no la política al servicio de las palabras». Ahora todo el mundo dice «derecho a decidir» en lugar de «autodeterminación» y dicen «consulta» para que se entienda «referéndum», pero con la boca pía, como si dijeran «encuesta».
DESDE LA Diada anterior, Mas ha reclamado el referéndum decenas de veces, diluyendo el concepto en el excipiente amable de «la consulta», como un alcalde que pregunta a sus administrados sobre la conveniencia de hacer un aparcamiento soterrado en la Plaza Mayor. Sus declaraciones han ido siempre envueltas en expresiones banales: la consulta sí o sí, la consulta se tiene que hacer, no vamos a aparcar la consulta. Mas, que es licenciado en Derecho, se explica como un idiota legal al no ser capaz de establecer jerarquía entre las leyes y proponer su referéndum al amparo de la ley catalana que está tramitando el Parlament. «¿Y que también debe ser legalidad, no?» ¿Qué más da una ordenanza municipal que la Constitución española?
Mientras tanto, en el resto de España, o, por decirlo con el lenguaje que ahora habla todo el mundo, hasta el ministro Margallo, en España, está imponiéndose la idea de que la ley es cuestión de flexibilidad interpretativa: un decreto de la Generalitat prevalece sobre un auto del Supremo, que una manifestación tiene más poder que una sentencia del Tribunal Constitucional, que el Estatut es una ley de rango superior a la Constitución, por española. Hay columnistas y líderes de opinión que se expresan con metáforas vistosas y no sólo en los diarios del editorial adocenado: «No se puede considerar la Constitución como una cárcel» o «la Constitución no debe servir para golpear la mesa».
Los soberanistas han aprendido a optimizar sus derrotas. Después de todo, España es un país donde salen gratis, como los errores, como los fracasos, hasta la corrupción a veces. Las derrotas no tienen coste porque no hay principio de responsabilidad. «Asumo mi responsabilidad», es una expresión puramente retórica, nunca va seguida por la dimisión del declamante.
Se empieza a invocar a la mayoría silenciosa, esa parte de la sociedad catalana que no es partidaria del soberanismo y no va a sus manifestaciones, pero no se expresa, porque no se atreve. ¿Y cómo iba a atreverse, si su primer integrante es un presidente del Gobierno de España apoyado a su cargo por una mayoría absoluta?
Hoy, Mas es para los suyos un contratipo de Pirro, rey de Epiro, que ha conseguido dar la vuelta a su sentencia: «Catalanes, una derrota más y estaremos definitivamente salvados».
Santiago González es periodista.