J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 12/10/14
· Debemos reflexionar acerca del efecto que tiene la libertad de información sobre la correcta gestión de una catástrofe, por mucho que la conclusión no nos guste.
Allá por 2005 me tocó estar envuelto en un accidente marítimo con contaminación por hidrocarburos muy similar al del Prestige años antes. En efecto, en abril de aquel año el petrolero Arteaga cargado con más de cien mil toneladas de crudo embarrancó cuando efectuaba la maniobra de entrada al puerto chino de Dalian, sufrió un desgarro en sus tanques de estribor y comenzó a verter su carga al mar. Las autoridades marítimas, eficazmente ayudadas por la tripulación, reaccionaron prontamente: enviaron remolcadores en ayuda del buque, lo adrizaron mediante transvases internos y alijos, y lo metieron en puerto para descargarlo de inmediato. La zona posee una densa industria de piscifactorías, que inevitablemente sufrió daños por la contaminación y hubo una cascada de reclamaciones. Pero fue un éxito y se evitó lo peor.
Cuando me interesé por conocer cómo habían gestionado las autoridades chinas el accidente se me informó de algo que me hizo reflexionar. Lo primero que hicimos, dijo un funcionario, fue decretar un ‘blackout’ total de información: prohibimos cualquier noticia pública sobre el accidente y la contaminación. No queríamos tener que gestionar el siniestro bajo la presión de la opinión pública y las quejas de los afectados.
Es evidente que en un sistema democrático no podría nunca adoptarse esta prohibición. Pero eso no nos impide reflexionar acerca del efecto negativo que tiene la libertad de información sobre la correcta gestión experta de una catástrofe, por mucho que la conclusión no nos guste demasiado. La función que realiza el subsistema informativo en una sociedad democrática, con independencia de la intención subjetiva de sus titulares, es la de excitar a esa sociedad, tal como lo definió Luhmann. Y excitación no es lo que conviene a una gestión eficaz, que precisaría exactamente de lo contrario, de medios para tranquilizar.
Ni se me ocurre con este ejemplo proponer una política informativa determinada en el caso del ébola. Vivimos en la sociedad en que vivimos y sus parámetros de comportamiento son inmodificables a corto plazo salvo con medidas de coerción democráticamente inadmisibles. Lo que pretendo es tan sólo señalar que la gestión de un riesgo que genera una elevada alarma social plantea exigencias que están en muchos casos en directa oposición con las pautas democráticas. Sobre todo en una ‘democracia de la desconfianza’ como la que tenemos en Europa en general y en España acusadamente.
¿Recuerdan Fukushima en 2011? ¿Recuerdan el asombro y la admiración que nos causó el comportamiento tranquilo de la sociedad japonesa ante la amenaza real de una contaminación nuclear generalizada? Entre otras causas culturales de ese comportamiento ordenado está la de que se trataba de una democracia donde se confía en la autoridad pública, quizás hasta demasiado. Y esa confianza permitió a las autoridades gestionar la situación con tranquilidad, usando ante todo los criterios técnicos objetivamente más aceptados.
Bueno, pues no somos chinos ni japoneses, ni podemos serlo. Por razones de largo aliento histórico, las nuestras son hoy sociedades de la desconfianza. Y a una de ellas ha llegado el ébola. Es así inevitable que la gestión de esa amenaza sanitaria se efectúe desde los parámetros propios de nuestra particular democracia, que no son ni mucho menos los más adecuados para una gestión eficaz. Lo único que puede recomendarse es que no se exacerben los aspectos que más perjudican esa eficacia, por mucho que puedan aparecer a primera vista como verdaderas exigencias democráticas. La información apasionadamente exigente y la crítica inmisericorde de lo que se ha hecho y se hace mal son una exigencia democrática, qué duda cabe, pero provocan como reacción lo que ya estamos percibiendo en las autoridades: una gestión a la defensiva, que atiende más a salvar la cara y evitar responsabilidades políticas que a atajar el problema desde los parámetros técnicos necesarios. El acoso político y popular, por muy legítimos que sean, entorpecen la gestión del problema porque distraen la atención de los gestores y les llevan a adoptar estrategias de defensa políticamente inspiradas en lugar de estrategias proactivas de eficacia. Valdría más asumir como principio que el ébola no es un problema político hoy (lo será cuando superemos la situación), que es un problema sanitario. Por lo que tratarlo con la política lo agravará en lo sanitario.
Claro está que los mismos gestores podrían haber evitado muchos de los efectos negativos que genera la desconfianza democrática asumiendo desde el principio su propia responsabilidad política por su origen: la ministra de Sanidad debería haber anunciado su dimisión irrevocable para cuando se supere la crisis, porque fue su ministerio quien trajo el ébola a España. Con la mejor y más comprensible excusa, sin duda, pero en política cuentan los efectos, no las intenciones. Si hubiera hecho esta asunción y este anuncio, podría ahora gestionar la crisis sin agobios políticos. Aunque, seamos conscientes de donde vivimos, algo así es como pedirle peras al olmo.
Lo que significa que vamos a asistir a un proceso de mala gestión del asunto, plagado de crítica política extemporánea, búsqueda inmisericorde de sus réditos políticos, apasionamiento popular, alarma social generalizada, distracción y desconfianza de los técnicos responsables, caza de culpables en lugar de hallazgo de soluciones, y así. El ébola ha caído en la sociedad, el sistema político y el momento más inadecuados posibles para tratarlo con eficacia. En África les faltan medios, sí, pero aquí nos sobra democracia de baja calidad.
J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 12/10/14