IGNACIO CAMACHO-ABC
El cine español, virtuoso de la protesta y la queja, se cuidó de que el conflicto catalán no estropease su fiesta
LA elipsis, la clave es la elipsis, como en los guiones de las películas inteligentes o elegantes que eluden la muestra explícita de escenas de crudeza. En la gala de los Goya no se habló de Cataluña porque la gente del cine está tan comprometida con los problemas reales del mundo y de España que nadie consideró necesario ocuparse de esa bagatela. Ni en serio ni en broma, ni en contra ni a favor de la independencia. Un silencio absoluto, que los más clásicos llamarían elocuente, sobre el tema; nada que ver con anteriores pronunciamientos sobre los desahucios o sobre los recortes, y mucho menos con aquella noche gloriosa del no a la guerra. Esos eran asuntos de criterio unánime para los virtuosos de la protesta; el conflicto catalán, en cambio, presenta demasiadas aristas sobre las que es difícil levantar una opinión homogénea. El mundo de la cinematografía española tenía un mensaje que dar, sobre la brecha de género, y no era cuestión de empañarlo o dispersarlo con menudencias. Vaya que fuese a estropearse la fiesta.
Ni siquiera Isabel Coixet, brillante triunfadora con una película delicada, emocionante, exquisita, se distrajo en alusión alguna a materia tan nimia. Ella, tan catalana como su propio apellido indica, ha vivido este año una peripecia personal dolorosa por expresarse contra el proyecto rupturista, pero no concedió en sus dos discursos una oportunidad a su postura legítima. Tampoco el actor David Verdaguer, que en los premios Gaudí había formulado guiños soberanistas, mostró sus simpatías en el agradecimiento por su estatuilla. No hubo manifestaciones constitucionalistas, que deben de considerar rancias, ni exhibición de prendas amarillas; sólo una ausencia completa, deliberada, significativa, intencional y disciplinada como la obediencia a una consigna.
Pero también clamorosa en su reserva, estridente en su mutismo. Porque para evitar la desavenencia interna, el mundo del cine se escondió en una vergonzante omisión endogámica que lo traiciona a sí mismo, tan aficionado como suele ser a la queja, a la denuncia y al grito. Su pretendida vocación de compromiso civil y político se ha encogido ante la mera posibilidad de enfrentarse a un conflicto. Su sedicente libertad de manifestación se ha amedrentado ante la mayor crisis de convivencia que la moderna sociedad española ha vivido, y frente a un intento de dividir al país, ha recurrido a la ocultación, al disimulo, al eclipse, para no condenar –o respaldar, según los casos– al independentismo.
Claro que quizá sea mejor así, dada la incapacidad que este grupo de supuestos expertos en el imaginario expresivo demuestra para articular un espectáculo con cierto contenido. Si su propio autohomenaje exhibe tal carencia de ingenio, tan aplastante pesadez y tal falta de ritmo, casi es preferible que se abstengan de envolver con ellas cualquier pretensión de mensaje constructivo.