Patxo Unzueta-El País
Resulta reveladora la distancia entre la ironía inteligente del presidente de EE UU en la época de la ley seca y la zafiedad de Trump
“Alguien que engaña a su mujer es muy posible que también intente engañar a la compañía”, argumentó Ross Perot, el empresario supermillonario que presentó su candidatura a la presidencia de Estados Unidos a comienzos de los años noventa del pasado siglo, adelantándose en eso a Donald Trump. Perot trataba de justificar su decisión de no admitir en sus empresas a empleados adúlteros o acusados de serlo.
Esa intolerancia está fuertemente arraigada en el país de las barras y las estrellas; pero el escaso efecto electoral de las revelaciones sobre infidelidades de presidentes como Kennedy o Bill Clinton permiten reativizar sus consecuencias políticas. La tolerancia hacia el adúltero tiene cierto fundamento biológico. Según el especialista Bruce Bridgeman, lo normal es que el macho necesite recuperarse durante algún tiempo después de la copulación. Pero si en ese periodo aparece una nueva pareja, el macho experimenta un instantáneo resurgir de su vigor sexual.
Ese fenómeno se conoce como efecto Coolidge en relación a Calvin Coolidge, trigésimo presidente de Estados Unidos, cuya fama de ser persona de pocas palabras le valió ser conocido en los ambientes políticos del Washington de esos años (1923-1928) como “el lacónico”.
Al respecto suele citarse un sucedido que confirma la justeza del apodo: una matrona de la capital que se sentaba junto a él en una cena le soltó de sopetón que había apostado a que conseguiría hacerle decir más de dos palabras. El presidente respondió: “Ha perdido”, acreditando que su laconismo no era incompatible con la agudeza. En otra ocasión, le preguntaron por qué, si tan insoportables le resultaban sus interlocutores, seguía asistiendo a las comidas y cenas de políticos y acompañantes. Su respuesta fue digna de un verdadero profesional del laconismo: “En algún sitio tengo que comer”.
El efecto Coolidge hace referencia a lo acontecido con ocasión de la visita del presidente y su mujer, la briosa Grace Anna Goodhue, profesora en una escuela para sordos, a una granja avícola. A la vista de la incesante actividad sexual que se observaba en el gallinero, la mujer del presidente preguntó a los cuidadores si tanta agitación se debía a la energía de un solo gallo. Como le dijeran que así era, la señora deslizó que quizás deberían comentárselo al señor Coolidge. El cual preguntó a su vez si el gallo se juntaba siempre a la misma gallina o cada vez a una diferente. A lo que le respondieron que lo segundo. Entonces elevó ligeramente la voz para decir que quizás deberían informar de ese detalle a la señora Coolidge.
Visto desde el presente resulta reveladora la distancia entre la ironía inteligente del presidente de Estados Unidos en la época de la ley seca y la zafiedad del actual ocupante de la Casa Blanca, por más que ambos fueran miembros del mismo partido. Por ejemplo cuando considera un argumento irrebatible decir que el dinero con el que compró el silencio de una exactriz de cine porno y una exmodelo de Playboy, con las que mantuvo relaciones sexuales entre 2006 y 2007, era de su bolsillo. Cuando lo que cuenta es el empleo de ese dinero para proteger la imagen de Donald Trump, que entre tanto se había convertido en candidato del Partido Republicano. Lo que permite considerar ese dinero como contribución ilegal a la financiación de la campaña.