Roberto R. Aramayo-El Correo
- Falta saber si la reacción canadiense frente el trumpismo es una excepción o un cambio de tendencia en la geopolítica mundial
El Partido Liberal de centro izquierda del primer ministro, Mark Carney, ganó las elecciones en Canadá rozando una mayoría impensable hace unas semanas, cuando se daba por supuesta la victoria del conservador Pierre Poilievre, quien partía como favorito con 25 puntos de ventaja en las encuestas y tiene a Trump como su paradigma político.
La segunda presidencia de Trump ha cumplido sus primeros cien días con un balance realmente desolador. El mundo entero está pendiente de sus estrambóticas ocurrencias y continuos cambios de humor. Es una suerte que juegue tanto al golf y quedemos a salvo de sus declaraciones. Cada vez que da una rueda de prensa o habla con los periodistas a bordo de su confortable avión presidencial, sus palabras provocan un portentoso sucedáneo del efecto mariposa capaz de alterar el orden establecido y ponerlo todo patas arriba. Las cotizaciones bursátiles registran alteraciones. Un encuentro fortuito con Zelenski en el funeral del Papa Francisco podría incidir en un enquistado conflicto bélico. Se interpretan sus apretones de manos y sus gestos como si se descifrara un oráculo para hacer un vaticinio.
Con todo, hay signos relativos a un prematuro cambio de tendencia que resultan alentadores. En Wisconsin, esos millonarios cheques que Elon Musk volvió a repartir entre los electores afines, tal como hizo durante la campaña del propio Trump, no consiguieron imponer al juez de su preferencia, y se demostró con ello que la fórmula de incentivar votos con dinero no es infalible. Incluso podría pasar lo contrario, si reparamos en las elecciones canadienses. Después de tres victorias consecutivas de Trudeau, el Partido Conservador tenía el triunfo virtualmente asegurado, porque se aplaudía su sintonía con el modelo de Trump. Pero esa tendencia cambió radicalmente y el riesgo de verse anexionado a Estados Unidos ha puesto a Canadá en guardia y reorientado las preferencias electorales.
El candidato liberal que sustituyó a Trudeau como primer ministro vio cómo se incrementaban sus opciones, incluso con el hándicap de no dominar el francés, algo que podría haberle alejado del electorado quebequés. Bien al contrario, la hoja de arce se ha revitalizado, y se pone por ahora entre paréntesis la querencia independentista del sector francófono de Quebec, que ha decidido posponer sus reivindicaciones para un momento histórico menos convulso en el tablero geoestratégico.
Carney no es ni mucho menos un izquierdista radical y ejerció como gobernador del Banco de Canadá y del Banco de Inglaterra, pero es un economista que no toma como dogma la perspectiva económica y asegura que los valores del mercado no deben lastrar o llevarse por delante la prosperidad social, porque han de predominar las responsabilidades morales. Aunque no pudo asistir a las exequias del Papa Francisco por estar en plena campaña, la sintonía de Carney con el austero pontífice reformista le viene dictada por un catolicismo evangélico, que sirve como contrapeso a las exigencias de una economía sin rostro humano. Nada que ver con las pulsiones usureras del entorno evangelista que gusta de adular a Trump como si fuera una salvífica figura mesiánica.
Falta saber si esta reacción frente a los excesos del trumpismo de que ha hecho gala el pueblo canadiense supone una excepción o un cambio de tendencia en el mapa geopolítico mundial, habida cuenta de que, hasta el momento, los vientos de la historia parecían favorecer a un movimiento reaccionario imparable y destinado a perdurar, como testimonian las gorras que anuncian ya la hipotética candidatura de un tercer mandato para quien ocupa La Casa Blanca por segunda vez.
Ojalá cundiera el ejemplo canadiense y se tomaran en serio las amenazas de un mandatario estadounidense con ademanes autoritarios al que le gustaría imponer sus caprichos infantiloides a diestro y siniestro, como si el concierto de las naciones debiese acatar sus chantajes e imposiciones rindiéndole pleitesía. La política no es un juego de suma cero, porque las personas no son peones en el tablero de un inmenso negocio comercial y la ética no puede verse impunemente atropellada por los intereses crematísticos de quienes ostentan unos patrimonios desmesurados e impúdicos.
Canadá está en disposición ahora mismo de reivindicar los valores democráticos enarbolados por las revoluciones francesa y estadounidense, tan opuestos y antagónicos a ese despotismo contra-ilustrado de cuanto significa ese trumpismo que a veces nos hace pensar en distopias como ‘El cuento de la criada’, donde, por cierto, Canadá era tierra de libertad para quienes lograban abandonar la ficticia Gilead.