JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO
- Los pactos con los secesionistas catalanes y Bildu amplifican la disfuncionalidad del Gobierno y la crisis con Argelia daña el crédito del presidente en política exterior
Ocurre siempre. El ejercicio del poder deja huella física. Los rostros sonrientes de las fotos de la primera victoria electoral se vuelven más serios y cada año que pasa parece que cuenta por dos. No es eso, sin embargo, lo que todavía deja ver Pedro Sánchez, cuyo físico sigue acompañando bien su actividad política. Lo que Sánchez exterioriza es una sintomática incomodidad, una intolerancia creciente hacia la crítica, una tendencia aún mayor a recurrir a la descalificación personal del adversario para quitárselo de encima. Atribuye a la oposición una crispación que en realidad se encuentra en el tono del presidente, en su expresión y en sus argumentos. Su irascibilidad pretende quedar contenida, pero asoma cada vez con más facilidad. Y su capacidad para gestionar la frustración -que es uno de los indicadores de la madurez- disminuye con los acontecimientos.
La relación de medidas sociales que enumera como un opositor disciplinado ante el tribunal que lo examina produce un efecto perfectamente descriptible en la audiencia. Su victimismo recurrente cuando explica lo mucho que ha sufrido este Gobierno que se ha encontrado con la pandemia, el volcán y la guerra se olvida de que ha podido gastar sin tasa, endeudarse lo que ha querido, confinar al país, dejar al ralentí el Parlamento y hacer que la ley ordinaria, la que aprueban las Cortes, haya dejado de ser el instrumento normativo habitual en favor de una multitud de reales decretos-ley cuya tramitación como proyectos legislativos se promete, pero muy pocas veces se cumple.
El mérito del esfuerzo gubernamental ante tanta calamidad hay que ponerlo en relación con los medios de que ha dispuesto este Gobierno para enfrentarse a aquella, unos medios y una libertad de actuación que para sí habrían querido gobiernos anteriores que salían todos los días a pegarse con la prima de riesgo y a escapar de los ‘hombres de negro’.
El relato oficial del progresismo del Gobierno se encuentra seriamente agrietado. En su lugar se instala en la opinión la imagen de un Ejecutivo cacofónico y disfuncional con ministros invisibles, ministros gastados y ministros activistas, según las áreas. Es evidente que, a medida que se complica el entorno económico, se rebaja la credibilidad del Gobierno y de sus pronósticos. A pesar de que las reglas fiscales seguirán suspendidas este año y el próximo, el ambiente en Bruselas y Fráncfort -Comisión y Banco Central Europeo- empieza a cambiar. Los mercados pueden empezar a discriminar entre países y las primas de riesgo amenazan con despertar después de años dormidas gracias a la baja inflación y la abundancia de dinero.
El próximo Presupuesto no será fácil de negociar, aunque bien es verdad que el que se acordó en el seno de ‘Frankenstein’ para este año ha quedado irreconocible y no ha pasado nada. Con todo, Sánchez debe ser consciente de que la inflación puede traer buenas noticias recaudatorias, pero como verdadero impuesto a los sectores económicamente más débiles es un cáncer social y un mal económico de efectos pandémicos si se desata la espiral de precios y salarios. La indexación de las pensiones a la inflación es uno de los grandes temas en los que el Gobierno tendrá que dar la medida de su prudencia. Todo lleva a pensar que en tiempo preelectoral desoirá las voces que piden moderación en el actual escenario inflacionista y abultado déficit estructural del que hay que ocuparse.
Sus alianzas con los secesionistas catalanes y Bildu no hacen sino amplificar la condición disfuncional del Gobierno. En un bucle ya aburrido, todos los días amanecen con las amenazas de ERC a la continuidad de la legislatura, cuando en realidad Aragonés y los suyos es bien sabido que jamás se desconectarán de la influencia que les da apoyar a un Gobierno menesteroso que le concede piezas tan importantes como la propia dirección del CNI. A Bildu solo le falta proclamar a Sánchez como su candidato en las próximas elecciones. En realidad lo es, lo que resulta dudoso que vaya a beneficiar al presidente del Gobierno cuando se postule ante los ciudadanos de toda España.
Y, por si faltara algo, el marasmo magrebí en el que Sánchez se ha metido -y nos ha metido- por razones que pueden calificarse de rigurosamente inconfesables afecta a su credibilidad como hombre capaz de dirigir responsablemente la política exterior. Tal vez si asumiera que es un jefe de Gobierno en un sistema parlamentario y no un jefe de Estado de un sistema presidencial, Sánchez ‘redimensionaría’ su propio ego, y así éste no sufriría tanto como está llamado a sufrir, tal vez el próximo domingo. El presidente está incómodo y se le nota.