Milkel Buesa-Libertad Digital
He insistido varias veces en Libertad Digital acerca del carácter determinante del sistema electoral para la gobernación de España. Ese sistema fue diseñado para una situación singular en la que la fragmentación electoral era más bien reducida y de lo que se trataba era de favorecer el triunfo político de la UCD, sin necesidad de provocar una mayoría absoluta, por medio de un reparto de escaños aparentemente proporcional. Digo aparentemente porque la proporcionalidad sólo constituía una formalidad, pues el hecho de que las circunscripciones fueran provinciales y tuvieran un mínimo de dos escaños, repartiéndose el resto según el tamaño de la población, a lo que conducía es a que en 25 provincias —más las dos ciudades autónomas— el sistema funcionara, de hecho, como un sistema mayoritario corregido que concedía una prima de representación al partido más votado. Además, este efecto se extendía con menos intensidad a otras 18 circunscripciones de tamaño intermedio en las que tal prima podía ser menor dependiendo del número de partidos que lograran, al menos, una décima parte de los votos. La consecuencia de todo ello no era otra que la posibilidad de que quien ganara las elecciones pudiera gobernar sin especiales problemas, bien por obtener una mayoría absoluta, bien por poder formar un ejecutivo minoritario con apoyos puntuales o de legislatura de algunos de los demás partidos.
Pero esto es agua pasada porque, como ha ocurrido en muchos otros países, el descontento con la crisis financiera y sus consecuencias, ha deshecho la precondición básica del sistema; es decir, el bajo nivel de la fragmentación electoral. Y lo que hemos visto en los últimos años es justamente eso: que el electorado se ha fragmentado a derecha e izquierda propiciando la emergencia de nuevos partidos con posibilidades de obtener representación —como fue el caso de UPyD, primero, de Podemos y Ciudadanos, más tarde, y al parecer de Vox en el momento actual—. Pero la fragmentación no ha sido asumida como un condicionante de la acción política ni por los viejos ni por los nuevos partidos, poco propensos todos ellos a la firma de pactos de gobierno y, menos aún, de coaliciones pre-electorales. El resultado no ha sido otro que la ingobernabilidad del país y el bloqueo de las instituciones de representación, tal como se vio en la legislatura non nata de 2015 y en la más bien accidentada de 2016. Esta última ha sido particularmente negativa, pues ha acabado colocando en un lugar determinante a las fuerzas políticas que pugnan por deshacer el sistema constitucional y dividir territorialmente el país.
Fragmentación electoral y bloqueo político es lo que, en este momento, prevén todos los sondeos de intención de voto, incluso aceptando el contradiós de pactos post-electorales como los del gobierno Frankenstein. Y lo prevén sencillamente porque los partidos no quieren adaptar su planteamiento político-electoral a las condiciones del sistema, formando coaliciones electorales entre ellos y presentando listas conjuntas ante las urnas. Ciertamente hay excepciones, principalmente en la izquierda antisistema, aunque ello admite todo tipo de matizaciones debido a las pugnas internas que existen, dentro de ese segmento, en algunas circunscripciones importantes por su número de diputados, como puede ser la de Madrid. Y ahora hay que añadir a esa excepcionalidad el acuerdo al que han llegado para Navarra los partidos de centro-derecha, al sumarse Ciudadanos al pacto previo entre UPN y PP.
Navarra es una provincia —dejó de ser reino en 1841, aunque algunos todavía no se han enterado— prototípica de la fragmentación electoral, en cuyo parlamento hay hasta siete fuerzas políticas, dos de las cuales son, a su vez, coaliciones de varios partidos. Su gobierno, que suma la mayoría parlamentaria, requiere actualmente el concurso de cuatro de esas fuerzas, entre las que están las dos coaliciones aludidas, con lo que al final concurren en la gobernación siete partidos diferentes de carácter nacionalista o izquierdista —ninguno de los cuales es, por cierto, la fuerza más votada por los electores—. A nadie sorprenderá por ello que, en la legislatura que ahora se cierra, el gobierno de Uxue Barkos sume notorias deficiencias. Pues bien, contra esa situación se ha levantado el planteamiento de una coalición electoral liderada por UPN con la finalidad de recuperar el gobierno navarro y satisfacer a la que, sin duda, es la mayoría foralista y no nacionalista de la región. Que vaya a tener éxito o no se verá tras los comicios; pero lo que es seguro es que, sin ella, volverá a repetirse el heptapartito actual con su desgobierno incluido.
Ante este movimiento en el centro-derecha lo que cabe preguntarse es si el caso de Navarra es sustancialmente distinto del que corresponde al conjunto de España. Opino que no, pues el gobierno Frankenstein requiere el concurso de diez partidos diferentes, nacionalistas y de izquierda, y es claramente inoperante como se vio en el rechazo de los presupuestos que dio paso a la convocatoria electoral. Por tanto, no se entiende bien que los mismos actores —PP y Ciudadanos, más varios de los partidos regionalistas que en otras ocasiones han estado coaligados con el primero de ellos, como Foro en Asturias y PAR en Aragón— no se planteen la posibilidad de arbitrar una coalición de carácter nacional para competir por la mayoría. Es verdad que, sin experiencia previa y sin mentalidad cooperativa, un movimiento de este tipo no es fácil y requerirá grandes dosis de paciencia y generosidad por todas las partes, especialmente para confeccionar unas listas electorales sin precedentes. Pero también es cierto que España afronta retos muy difíciles, sobre todo en el ámbito territorial, y llevamos ya muchos años de desconcierto y abandono.