Javier Tajadura, EL CORREO, 28/10/12
La intervención militar no se plantea ni siquiera en el caso de que el presidente Mas convoque un referéndum ilegal
En la actual campaña electoral catalana estamos presenciando una serie de conductas esperpénticas sumamente preocupantes para todos los ciudadanos demócratas de España. Y que provocan estupor en el resto de gobiernos de la Unión Europea. Las demandas independentistas del presidente catalán y su pretensión de convocar una consulta sobre el supuesto derecho a decidir, en contra de la Constitución y de la ley, han generado un escenario cada vez más confuso. Desde Cataluña se vierten afirmaciones tan rotundas como falsas sobre la verdadera posición del Gobierno de España, de las principales fuerzas políticas españolas, y de la inmensa mayoría de los españoles. Siguiendo la peligrosa y antidemocrática concepción de la política del ‘insigne’ jurista nazi Carl Schmitt, basada en la dialéctica amigo-enemigo, los dirigentes nacionalistas catalanes (con el inestimable concurso del PSC) presentan a los españoles como el enemigo. Ahora bien, si hasta ayer se nos acusaba pura y simplemente de ‘robo’ (España expolia a Cataluña), esta semana han dado un paso más y en su delirio han llegado a hablar de preparativos para una invasión militar. Y lo han hecho además en el seno de las instituciones europeas. Cuatro eurodiputados españoles (de CIU, de ICV, del PSC y del BNG) se han dirigido por escrito a la vicepresidenta de la Comisión Europea para que se evalúen «los riesgos reales de una posible intervención militar en Cataluña». Y ya en nuestro país, ERC ha solicitado formalmente al presidente del Gobierno garantías de que no va a recurrir a las Fuerzas Armadas.
Saben que nadie en su sano juicio ha pensado en ninguna intervención militar, pero su intención es demostrar que son las Fuerzas Armadas las garantes últimas de la unidad nacional y que por ello es una unidad impuesta. Se trata del falso y rancio discurso de Arzalluz, que para negar legitimidad a la Constitución dice que fue elaborada bajo presión de las Fuerzas Armadas. Algo que han negado expresamente –al considerarlo un insulto inaceptable– todos los que participaron activamente en el proceso constituyente. La unidad de España se basa en la voluntad constituyente y democrática del pueblo español. Y es el pueblo, quien a través de sus representantes en el Congreso de los Diputados y del Gobierno por él elegido, se configura como el garante último de esa unidad. El Ejército está plenamente subordinado al poder civil, esto es, a la voluntad democrática de los ciudadanos. Así se deduce, con meridiana claridad, de la interpretación conjunta de los tres preceptos que la Constitución dedica a las Fuerzas Armadas: los artículos 8, 97 y 62. El artículo 8 regula la composición y funciones de las Fuerzas Armadas y lo hace de la misma forma que el resto de países democráticos. Su misión es defender la soberanía e integridad de la nación y el orden constitucional del Estado. Aunque este artículo no existiera, las funciones de las Fuerzas Armadas serían las mismas puesto que constituyen la razón de ser de la institución. Ahora bien, el interés del precepto es que blinda la existencia de las Fuerzas Armadas. Esto es, si un partido pacifista alcanzara el poder no podría suprimir el Ejército por ley. Debería reformar la Constitución por el procedimiento agravado previsto para cualquier modificación del título preliminar, que comprende los nueve primeros artículos. Pero el alcance del artículo 8 acaba aquí. Porque lo decisivo es que las Fuerzas Armadas no son un poder autónomo, una suerte de administración independiente, que pueda decidir ella misma cuándo y cómo ejercer sus funciones. Ese es el sentido del fundamental artículo 97 de la Constitución que configura al Gobierno de la nación como el supremo órgano directivo de toda la política del Estado (interior y exterior), de toda la Administración (civil y militar) y de su defensa. El artículo 97 (y la Ley Orgánica de Defensa, que lo desarrolla) establece que sólo el presidente del Gobierno y el ministro de Defensa pueden dar órdenes a las Fuerzas Armadas, y estas nunca pueden actuar de forma autónoma. Esto es algo que la doctrina constitucional acepta de forma unánime. Y la actuación de las Fuerzas Armadas se prevé además, con carácter general, para hacer frente a ataques provenientes del exterior, no para resolver problemas de orden público. Finalmente, el artículo 62 atribuye el mando supremo de las Fuerzas Armadas al jefe del Estado, pero se trata de un mando simbólico que no puede ejercer al margen del presidente del Gobierno. La única ocasión en que el Rey dio ordenes directas a las Fuerzas Armadas fue el 23 de febrero de 1981 en una situación de emergencia constitucional debida al vacío de poder que ocasionó el secuestro del Congreso y del Gobierno por los golpistas.
Si el Ejército no está legitimado para actuar de forma autónoma y el Gobierno nunca ha planteado ni siquiera como posibilidad esa actuación, la actitud de los nacionalistas una vez más sólo puede entenderse como producto de la mala fe. La intervención militar no se plantea ni siquiera en el caso de que el presidente Mas convoque un referéndum ilegal. Si lo hiciera, el Gobierno impugnaría la convocatoria ante el Tribunal Constitucional, y éste –de la misma forma que ocurrió con la consulta de Ibarretxe– lo anularía. Y en el hipotético caso de que no se respetara la decisión del Tribunal Constitucional, esto tendría dos consecuencias. Por un lado, el Gobierno, previa autorización del Senado, en virtud del artículo 155 de la CE asumiría el control político de la Generalitat, cuyos funcionarios y agentes quedarían a él subordinados. Por otra, quienes desobedecieran la resolución del Tribunal incurrirían en responsabilidad penal por el delito de desobediencia.
Javier Tajadura, EL CORREO, 28/10/12