Si nos atenemos a los últimos días habrá que reconocer que hemos alcanzado cimas inéditas de estupidez y vileza. El último tramo de la campaña electoral nos ha dejado entre perplejos y acomplejados. Con la sensación de estar viviendo en una sociedad acojonada ante el futuro, pero dispuesta a las servidumbres que sean necesarias para que nada cambie y que todo siga igual en la ilusión de un presente intocable. Hemos vivido unos días en los que los papeles se conjugaban al revés; la derecha deseando un cambio y la izquierda arrugada pero contentadiza. Si las urnas aceptan o rechazan este relato la conclusión habrá de ser catastrófica porque el fantasma de la revancha se balanceará sobre nuestras cabezas.
Hemos jugado sucio para que se cumplieran las amenazas y me temo que no seamos conscientes de la deriva violenta que contenían nuestros augurios. Es lógico que ninguno admita la derrota antes de que se produzca, pero dar el paso de negarse a contemplarla es algo que sólo cabe en mentalidades incapaces de tomar cierta distancia ante una realidad que se niega a seguir el discurso de nuestros intereses más inmediatos y menos integradores. La casualidad, esa otra partera de la historia vecina a la violencia, ha hecho coincidir dos acontecimientos culturales de los que dejan huella, aunque carezcamos de la agudeza para describirla. La muerte de Francisco Ibáñez, el retratista en forma de Tebeo, al que cubrimos de esas flores de muerto que son las coronas, cuando en vida sobrevivió al páramo de la precariedad más absoluta. La otra coincidencia cronológica ha sido la aparición de la biografía de Mussolini; el tercer volumen de un libro sobre el fascismo de verdad, que para nosotros debería ser de lectura obligatoria y concienzuda.
La justicia cultural póstuma de Ibáñez, el inventor de personajes de nuestra posguerra que compondrían una especie de galdosiano retrato sarcástico de la España del franquismo
Quizá haya quien considere una excentricidad ideológica la comparación entre el eficaz dibujante que fue Ibáñez y la brillante biografía que Antonio Scurati dedica a Mussolini y el fascismo. Para nosotros no. La justicia cultural póstuma de Ibáñez, el inventor de personajes de nuestra posguerra que compondrían una especie de galdosiano retrato sarcástico de la España del franquismo, nos ha hecho poner en sordina la condición del creador, de ilustrador de una generación de niños huérfanos. Un esclavo obligado a firmar contratos leoninos hasta 1985. Apenas sabemos nada de los hermanos Bruguera, Pantaleón y Francisco, los beneficiarios de la fábrica de ilusiones a precio de ganga, que quebraron por incompetentes no por usureros.
Ibáñez forma parte de esa memoria histórica que no figura en el BOE, cancelada por la ignorancia y el desdén, como si Mortadelo y Filemón no nos hubieran acompañado en aquellos tiempos del cólera. No menos importante, aunque esté cubierto de mayor pompa cultural y no menor ninguneo, es la historia del fascismo que cobra una fuerza inusitada en los volúmenes de Antonio Scurati; un acontecimiento editorial insólito tratándose de un libro de historia. Nosotros estábamos ahí y no podemos escapar de esa realidad que convirtió a la derecha reaccionaria en una organización de criminales de Estado y a la risa en el último recurso para pobres.
La trivialización de la expresión “fascista” para designar a la extrema derecha contemporánea no es más que otra prueba de la pereza mental de una izquierda que o no vivió ese período o sencillamente se mantiene anquilosada en un tópico que no tiene apenas que ver con esa ola conservadora que ellos ayudan a crecer y multiplicarse
La trivialización de la expresión “fascista” para designar a la extrema derecha contemporánea no es más que otra prueba de la pereza mental de una izquierda que o no vivió ese período, que en España duró más que en cualquier lugar de Europa, o sencillamente se mantiene anquilosada en un tópico que no tiene apenas que ver con esa ola conservadora que ellos ayudan a crecer y multiplicarse. La exhibición de los influencers de la cultura, en un tejido tan superficial como el español, está arrasando. Su aparición en los últimos días de la campaña electoral ha tomado un cariz de manifiesta estupidez teñida de frivolidad.
Periodistas taciturnos con veteranía reconocida, como Alex Grijelmo, tocaban la “Alarma a toda la profesión”. Las Asociaciones gremiales de infeliz recuerdo, llamaban a la defensa de las libertades, sin precisar cuáles, cosa nada fácil de discernir con la mochila que llevan encima. Alba Rico, melancólico profesor de alumnos en busca de destino, reducía la batalla que se dirime a un axioma blindado: “la cultura de Vox-PP son los toros y los viriles pechos abombados, la de la izquierda los derechos civiles y el Estatuto de los Trabajadores”.
La estupidez se paga con la derrota, el problema es que ellos no pierden nunca, siempre están ahí, inmunes a su esplendorosa candidez. No es que se lo crean, ni que mientan, es que su discurso no admite réplica, como los lemas de los hooligans. Sin rubor alguno, ya lo dice Carmen Domingo, “escritora” afirma: “todos sabemos que hay una mayor tendencia a mentir desde la derecha que desde la izquierda”. Cierto, pero eso no evita que además se tenga la desfachatez de citar a Orwell, el denunciador de tantas imposturas criminales, como si se tratara de un aliado en el apaño. ¿En qué balanza pesamos nuestras mentiras, que siempre resultan menos densas que las suyas? Cabría preguntárselo al mismo Orwell, que se explayó sobre el asunto.
La cuestión palpitante no es que Vox vaya a entrar en el gobierno del PP, porque eso lo dilucidarán los electores. La extrema derecha no está para gobernar, ni sola ni acompañada
Entre “el voto triste” de una izquierda desnortada pero sin peligro de precariedad -¡los funcionarios del Estado al poder!- y las mentiras de Xavier Vidal-Folch que se pasó de servicial y obligó a una rectificación de sus manipulaciones, está el vigor mercenario de Javier Cercas que informa al mundo que, como siempre, él votará al Jefe de Gobierno. La cuestión palpitante no es que Vox vaya a entrar en el gobierno del PP, porque eso lo dilucidarán los electores. La extrema derecha no está para gobernar, ni sola ni acompañada. Lo que habremos de afrontar es la quiebra de una izquierda que aún busca qué hacer, además de planchar, para recuperar un discurso que se ha diluido en la incompetencia. No es que la clase trabajadora se haya vuelto fascista, que es un término que inventaron los modernos para engañarse a sí mismos bautizándose de bolcheviques. Son los intereses, idiotas, los que no permiten ver el bosque. Rodríguez Teruel, catedrático de Valencia -obviamente de Ciencia Política-, muy conocido en su casa, ha resumido la cuestión de manera inapelable: “los temas sensibles para la izquierda están en la identidad y la lengua”.
Si esos son los temas sensibles para la izquierda es que sin saberlo han vuelto a Ramiro de Maeztu, anarquista radical en su juventud y no menos radical de la reacción y la Hispanidad en sus años de funcionario con don Miguel Primo de Rivera. Sea quien sea el que gane, tendrá que barrer. Si no, nos comerá la basura.