Ignacio Camacho-ABC
- Las hormigas de Motos dejaron solo a González para que entre anécdota y anécdota dejase cargas explosivas contra Sánchez
Cuando Felipe González acepta participar en un programa como ‘El hormiguero’ es porque quiere lanzar un mensaje. Está a punto de cumplir ochenta años, vacunado con dos dosis de Pfizer y acaba de lanzar un ‘podcast’ de conversaciones para seguir involucrado en los debates políticos y sociales. Como todas las personalidades de su clase tiene un ego sobresaliente que le impide callarse, y hace tiempo que anda visiblemente preocupado por la deriva disruptiva de Pedro Sánchez. Conserva buena parte del carisma, la capacidad de comunicar, algo de su vieja seducción y casi todo el instinto. Así que se fue al espacio de entretenimiento más visto a enviar recados muy precisos envueltos en un tono distendido. Sin aspavientos ni gritos. Sabe que no lo van a escuchar pero tampoco piensa renunciar a lo que considera un compromiso.
Consciente de que su invitado era un elefante, Motos silenció a las hormigas. Felipe se adaptó al formato relajado, con cuidado de no estropear la cacharrería. Se avino a las anécdotas y los recuerdos para ir colocando entre ellos, sin perder la sonrisa, un racimo de píldoras explosivas, pequeños cartuchos verbales de dinamita. Hablaba para la nación -hizo la audiencia más alta de la noche, final de Europa League incluida- y sobre todo para los votantes socialistas, ante quienes reivindicó, frente a la disciplina sectaria de la tribu, su «autonomía personal significativa». En pocas frases desnudó los errores del Gobierno sin despeinarse, con toques de resabio zorruno. La desescalada brusca del estado de alarma, la derrota de Madrid, los indultos, la estrategia de polarización civil, el arrinconamiento de la vieja guardia por un adanismo desdeñoso con la experiencia de los adultos. Le dio la noche a Sánchez, con el que admitió que no habla, sin necesidad de hacer sangre, modulando mucho el discurso. La nueva izquierda populista lo linchó en las redes pero ése no era su público. Quería dirigirse a la sociedad templada que añora un liderazgo maduro.
A esos españoles que aún lo oyen con respeto les repitió algo que ya tiene muy dicho: que sigue siendo militante del PSOE por lealtad a sí mismo, aunque ha dejado de reconocerse en su partido. Él dice sentirse «huérfano de representación», en sentido extenso, expresión que suena amarga en el hombre que refundó el socialismo, lo dotó de un proyecto moderno y ha de contemplar la disipación frívola de su testamento. Quizá por eso no se resigna al silencio; con la edad que tiene -la de Biden, por cierto- todavía puede dar alguna lección de criterio. Los sanchistas lo miran, igual que a Guerra, como a un abuelo Cebolleta predicando en el desierto de un país de viejos. Pero las cifras de espectadores, en un espacio muy seguido por la juventud, son para que se sientan inquietos. El yayo al que temen tanto como desprecian se hizo el amo del hormiguero.