Ignacio Camacho-ABC

Frente a la avidez exactiva del progresismo hay un modelo de sociedad más libre, más eficaz y con mayores incentivos

En España existen 65 impuestos regionales específicos, casi todos de carácter medioambiental -aguas, vertidos, plásticos, residuos, azúcares y hasta caza- aunque también los hay sobre turismo, juego o vivienda. La mayoría de las comunidades de la «caja común», las que no disponen de regímenes forales, establecen además recargos sobre tributos cedidos en todo o en parte, en especial sobre el de la renta. Y es Cataluña, con trece gravámenes propios y cuatro puntos más en el tramo alto del IRPF, la que más presión aplica a sus contribuyentes, aproximadamente el doble de la media, sin que esta voracidad recaudatoria haya servido para evitar que los indicadores de prosperidad decrezcan y que las cuentas autonómicas estén en quiebra técnica. Por el

contrario en Madrid, donde en vez de destinar fondos a políticas identitarias y fomento de la independencia se alivia a los ciudadanos con rebajas estimables en su declaración de Hacienda, el PIB per cápita es el más alto de España, la economía crece con fuerza y se registra la menor tasa de desempleo según la EPA. Por más que la relación entre causa y efecto no sea directa, algo tendrá que ver la benevolencia tributaria con ese dinamismo basado en las recetas de un liberalismo persistente en la defensa de sus ideas.

Sin embargo, como la envidia es el gran defecto español y los nacionalistas son españoles aunque les escueza serlo, han dado en presionar al Gobierno -a través de los empresarios, siempre genuflexos ante un poder que los riega de subvenciones para tenerlos contentos- instándolo a cortar el oxígeno fiscal a los madrileños e impedir que otras autonomías del PP sigan su ejemplo. (En Andalucía, por cierto, Juanma Moreno va con retraso en sus promesas al respecto). El soberanismo de los soberanistas sólo rige de puertas para adentro: reclaman más competencias pero se ponen de los nervios si las demás regiones utilizan los mismos instrumentos. El clásico embudo, con la parte ancha para sí y la estrecha para el resto; una falta de respeto a las reglas del juego que ellos mismos impusieron cuando forzaron el límite del autogobierno pensando en el exclusivo disfrute de sus privilegios. Tan constitucional y tan legítimo es suprimir o bajar impuestos como subirlos e inventar otros nuevos. Y más eficaz, vistos los efectos.

Naturalmente, el PSOE y sus socios ven con simpatía la posibilidad de castigar a esos bastiones rebeldes a su dominio, los territorios en que la odiosa derecha se empeña en demostrar la existencia de un modelo de sociedad más libre y con mayores incentivos. El credo exactivo del progresismo considera poco menos que un delito que a la gente le quede algún dinero en el bolsillo. Pero esta batalla no es sobre dinero sino sobre algo mucho más importante: se trata de la libertad, de los derechos individuales siempre amenazados bajo la coacción de un colectivismo insaciable.