FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • El escándalo de corrupción en la Eurocámara ha rasgado la confianza, ese intangible sin el cual la democracia pierde su valor y sentido y la deja indefensa ante los nuevos demagogos

Siempre nos quedaba Europa, el bálsamo de Fierabrás para todas nuestras desdichas. Ya lo dijo Ortega, España es el problema, Europa la solución, reflejo de un país con poca confianza en sí mismo. La sordidez del escándalo de corrupción en el Parlamento Europeo ha venido a redimensionar a la baja estas expectativas. Quizá porque nos ha trasladado una imagen en la que el glamour se da la mano con la cutrez, esa vida de atractivos representantes cosmopolitas acumulando bolsas de plástico llenas de fajos de billetes, tan emblematizada por Eva Kaili. O el uso bastardo de una organización con supuestos fines nobles, Fight Impunity, que servía de tapadera para que el ahora exdiputado Panzeri hiciera de lobbista mamporrero de Marruecos. No es motivo, desde luego, para desacreditar al Parlamento Europeo como un todo, como desearían quienes buscan el retorno a los Estados nacionales, pero sí una llamada de atención sobre las consecuencias de bajar la guardia a la hora de aplicar el rendimiento de cuentas. El problema con nuestros representantes europeos no es que ganen mucho dinero o disfruten de privilegios varios dándose la gran vida; es que, ahí en la distancia, se escapan a la mirada de sus representados. En el caso que nos ocupa, incluso de su propio grupo parlamentario.

Habrá que ver hasta dónde se extiende el cáncer, pero es algo más que una anécdota. Porque lo que se ha rasgado, una vez más, es ese tejido tan sutil que llamamos confianza, ese intangible sin el cual la democracia pierde su valor y sentido y la deja indefensa ante los nuevos demagogos. Para nosotros, tan desazonados por el historial de casos de corrupción doméstica, contribuye también, en lo simbólico, a la erosión del mito. Tu quoque, Europa?

Una llamada de atención sobre la futilidad de pensar que otros van a resolvernos nuestros problemas. Pero también, que todos los sistemas democráticos tienen, como diría Todorov, sus propios “enemigos íntimos”, los que ellos mismos engendran. La corrupción es uno de ellos. Otro sería el hiperpartidismo asociado a la polarización, que carcome toda posibilidad de actuar al servicio del interés general. Cada cual —individuos, organizaciones, medios de comunicación— se pone al servicio de su propio partido o, en nuestro caso, bloque. El pluralismo, con su rica paleta de matices, desaparece detrás del color dominante. No hay espacio para la equidistancia ni para el juicio sereno. Solo se puede estar o a favor o en contra. Y si los mandatos y las formas del Estado de derecho se interponen en el camino, pues peor para ellas. Siempre queda esa excusa otrora tan habitual para desviar responsabilidades en la corrupción propia, el “y tú más”. Porque nosotros siempre somos el bueno, el otro el malo; la moral al servicio del propio grupo. Y si alguien piensa que en esto Europa nos va a echar una mano, más vale que vaya abandonando toda esperanza. Casi mejor, porque en algún momento habremos de abandonar nuestra adolescencia política.