Kepa Aulestia-El Correo

La ultraderecha ha pasado a ser protagonista principal de las elecciones al Parlamento Europeo también en España. No debido a que formaciones como Vox hayan acaparado la escena de campaña con sus propuestas y proclamas, sino porque la sola perspectiva de que la Unión precise de la ultraderecha en la mayoría parlamentaria, en el propio Consejo y en la Comisión podría trastocar décadas de integración política y cohesión social. Lo que a su vez plantea la cuestión de en qué medida los postulados de la ultraderecha no pueden tener cabida institucionalizada en la Europa de la Unión si la treintena larga de candidaturas de esa órbita que concurren a las elecciones de mañana obtienen tantos escaños en Estrasburgo que se vuelven determinantes.

Pensemos en la devolución de atribuciones a los poderes nacionales, en la concesión a agricultores y a pescadores del mando de la Europa verde, en una mayor mercantilización entre países comunitarios y países de procedencia o tránsito con los flujos y destinos de los migrantes, en que se reduzca la tutela de la Unión sobre los derechos y libertades en cada país miembro, y en que se pase por alto que el mundo está cada día más a merced de las autocracias. Solo que quienes consideran abominable todo eso no tienen más remedio que obtener un resultado electoral que procure lo contrario.

Atrás quedan las llamadas a establecer un ‘cinturón sanitario’ respecto a la ultraderecha. Pero es ineludible afrontar el debate en torno a una evidencia: su consolidación o avance no parece menor en aquellas sociedades europeas en las que se ha visto fuera de las alianzas de gobierno que en aquellas otras en las que, como en España, forma parte de ejecutivos autonómicos o locales. Como si su presencia o eventual ascenso no pudiera verse frenado mediante estrategias políticas que socialmente se perciban partidarias; es decir, ventajistas. Ante la liquidación de las diferencias ideológicas más tradicionales, y el derrumbe de la fidelidad de voto transmitido durante -como mucho- dos o tres generaciones. Solo el voto ciudadano puede modular la inclusión ineludible de la ultraderecha en el canon democrático de sufragio universal y representación institucional.

La campaña ha demostrado que la liza partidaria tiende a reducirse a una competición en tácticas de combate. Aunque prevalece la estrategia de la polarización. Desde hace varias citas electorales, todos los partidos se presentan como muro de contención frente a la ultraderecha. También el PP llama a que los votantes de Vox abandonen a Santiago Abascal para secundar a Alberto Núñez Feijóo. Incluso en Euskadi, líderes y candidatos tienden a conformarse con señalar al enemigo perfecto. Aunque Vox obtuviese el 2,05% del voto en los comicios del 21 de abril. PNV, EH Bildu, PSE, Sumar y Podemos se han vuelto a postular, siempre por separado, como la mejor garantía para frenar a la ultraderecha. Pero cabe preguntarse si, en tanto que enemigo perfecto, Santiago Abascal no es el mejor aliado de Pedro Sánchez. En tanto que su vocación es achicar al máximo el espacio de centro y las posibilidades de entendimiento. Los ‘zurdos’ tenemos el problema de creernos mejores. Y ya se sabe que lo mejor es enemigo de lo bueno.