EL MUNDO 06/08/14
JORGE DE ESTEBAN
· El autor analiza la figura política del ex presidente de la Generalitat catalana en los años de la TransiciónDice que fue clave para que la Ley electoral equiparara a los partidos regionales con las formaciones nacionales
LA CONFESIÓN voluntaria de Jordi Pujol reconociendo que no cumplió con sus obligaciones fiscales durante 34 años, no es un asunto personal y familiar, como se apresuró a decir cínicamente Artur Mas. Es mucho más. Es el síndrome de una enfermedad que afecta a la sociedad española en general y, en este caso, a la catalana en particular.
En efecto, hemos llegado a un punto en España en que son muchos más los que se asombran de que existan personas honradas que los que se escandalizan por que haya corruptos en todas partes. De este modo, cabría pensar que nuestra sociedad no tiene solución y que no hay más remedio que resignarse. Sin embargo, no estoy de acuerdo, porque el remedio existe y no es otro que vencer nuestra pasividad, buscar las causas de lo que ocurre y tratar de encontrar una solución, porque tiene que haberla si es que todavía estamos vivos.
En lo que concierne a Jordi Pujol, es evidente que se trata de un caso que nos demuestra que tenía muy pensado lo que quería en la vida y lo que se proponía alcanzar. Pujol, a buen seguro, es uno de los hombres clave de la Transición, a la cual le supo sacar mucho partido en beneficio propio. Poco después de ser nombrado presidente del Gobierno Adolfo Suárez, algunos políticos se imaginaron lo que podría suceder a continuación. Pujol, que se había convertido ya en uno de los líderes catalanistas más reconocidos, tras haber pasado por las cárceles franquistas, había fundado un partido que más tarde se acabaría convirtiendo en CiU. La peculiar historia de nuestro país comportó que antes de que se celebrasen el 15 de junio de 1977, las primeras elecciones democráticas después de 40 años, los representantes de varios partidos nacionalistas lograron que se les equiparase, a todos los efectos, con los cuatro partidos de ámbito nacional existentes en el momento: AP, UCD, PSOE y PCE. Eso significó, en primer lugar, que cuando se creó una Comisión denominada de los Nueve, para pactar con el Gobierno de Suárez las reglas por las que se deberían regir las inmediatas elecciones, se colaron en ella representantes nacionalistas. Efectivamente, esta comisión estaba formada por los socialistas Felipe González y Enrique Tierno, el comunista Santiago Carrillo (o, en su lugar, Simón Sánchez Montero), el liberal Joaquín Satrústegui, el democratacristiano Antón Cañellas y, por último, los nacionalistas Jordi Pujol por Cataluña, Julio Jáuregui por el País Vasco y Valentín Paz Andrade por Galicia, incorporándose también el ex franquista, entonces convertido a la socialdemocracia, Francisco Fernández Ordoñez.
La presencia de los tres representantes nacionalistas en la comisión, en igualdad de derechos con los representantes de los otros partidos nacionales, no se explica sólo por la importancia que habían adquirido durante la II República, sino también por su deseo de que no se les excluyese en la elaboración de las normas electorales que regirían las elecciones al Congreso de los Diputados. No es sorprendente así que, meses antes, en un documento preparado por Jordi Pujol y Joan Reventós, elaborado con la idea de alcanzar un Pacto Nacional ante las presumibles elecciones que se acercaban, se decía en el punto 3: «La Ley Electoral no contemplará ninguna cláusula obstativa (sic) para el funcionamiento de partidos nacionales o regionales». Es más, el entonces gobernador civil de Barcelona, Salvador Sánchez-Terán, en un informe que envió al Gobierno de Suárez insistió en la misma idea, diciendo que «en la Ley Electoral deberá rechazarse cualquier cláusula obstativa de la participación de los partidos políticos regionales».
En definitiva, cuando se creó poco después esta comisión de la oposición para negociar las reglas electorales, Pujol presionó a efectos de participar en ella representando a Cataluña, en contra, curiosamente, del criterio de Tarradellas, según reconoce éste en sus memorias. Así es: el presidente Tarradellas, en una entrevista celebrada en París el día 13 de diciembre de 1976, le pidió a Jordi Pujol que dimitiese de dicha Comisión, lo que no se produjo, provocando tensiones continuas entre ambos personajes. Tarradellas pensaba que no era conveniente la presencia de un representante de Cataluña en una negociación en la que estaban representadas todas las fuerzas de la oposición española, ya que esto podría perjudicar las perspectivas de una negociación directa para el reconocimiento de los derechos de Cataluña.
Sea lo que fuere, el hecho es que la presencia de Pujol fue fundamental para que los partidos nacionalistas pudieran concurrir a las elecciones al Congreso de los Diputados y no exclusivamente a las del Senado, que era la Cámara de carácter territorial. En consecuencia, no se impuso ningún requisito, como un 5% de votos a nivel nacional (sólo se admitió un inútil 3% en la circunscripción) o la presencia de todos los partidos al menos en más de cinco circunscripciones, lo que hubiese dificultado la entrada en el Congreso de partidos nacionalistas. En consecuencia, estaba asegurada ya la presencia en el Congreso de los dos grandes partidos nacionalistas, el PNV y el partido pujolista, los cuales serían fundamentales para la estabilidad gubernamental en España, salvo que se obtuviese la mayoría absoluta. Una vez logrado el primer éxito, el segundo paso que había que dar era conseguir un mecanismo en el Título VIII de la Constitución para aumentar constantemente el poder de los partidos nacionalistas.
El PSOE y el PNV, al principio del proceso constituyente, eran partidarios de adoptar en España un Estado Federal. En cambio, ni AP ni UCD eran partidarios de adoptar el federalismo en la Constitución, pero se equivocaron porque el Estado federal hubiese sido enormemente beneficioso para el país, ahorrándonos todo lo que vino después. Pues bien, fue sobre todo Jordi Pujol, por intermedio de Miquel Roca, quien se opondría radicalmente a esta idea. Pujol sostiene en sus memorias que «en la década de 1960 la independencia no era nuestro objetivo, tampoco lo era el federalismo. El sistema federal, sobre todo se impone desde arriba, se aplica a colectividades y a territorios en principio iguales o muy similares. El federalismo asimétrico, el que distingue personalidades nacionales dentro del conjunto territorial, es una quimera». Y, a continuación, afirma que lo que él pretendía era el autogobierno más profundo de Cataluña.
EN OTRO PASAJE de sus memorias no duda en escribir que «la política o tiene un fundamento ético o es un simple mercadeo de gente perspicaz». Pues bien, aunque siempre se llenó la boca con la referencia a la ética, no cabe duda de que su cinismo le llevó más bien a adoptar el mercadeo. Y ello por la sencilla razón de que con un sistema abierto y sin límites de autonomía, como es el adoptado por el nefasto Título VIII CE, podía conseguir obtener más competencias en cada ocasión que el Gobierno de España necesitase los votos de su partido.
Es enormemente significativo a este respecto, recordar, lo que me imagino ignora mucha gente, que el autor de la supresión del servicio militar obligatorio en España fue precisamente Pujol. Dice así en sus memorias: «Nuestro grupo parlamentario en Madrid y yo mismo fuimos decisivos al suprimir el servicio militar. Tan decisivos como que fuimos quienes tuvimos la iniciativa y quienes la incluimos en el tan discutido y a la vez tan importante y entonces tan necesario pacto del Majestic». Lo cual tiene su intríngulis si pensamos que el pacto al que se refiere lo hizo con un nacionalista español como es José María Aznar, lo que no obliga a que insistamos más para demostrar las ambiciones de Pujol.
En definitiva, en los 23 años que duró su mandato como presidente de la Generalitat, creó un régimen completamente diferenciado del resto de las comunidades autónomas. Dicho lo cual, resulta enormemente raro que esa fortuna que ha amasado al parecer tanto él como su familia, no haya beneficiado también a muchas otras personas. Por eso se explica que nunca quisiera participar en el Gobierno de España, pues ya Suárez le había ofrecido un ministerio que rechazó, porque su idea era crear su propio cortijo en el que él solo cortaría el bacalao. Con todo, logró algo que pocos consiguen: que los catalanes ingenuamente le considerasen hasta hace unos días como el primero de los patriotas.
De ahí que el enigma de Pujol no sea únicamente saber por qué ha engañado a todos sus compatriotas haciéndoles creer en sus móviles patrióticos, sino que lo que no se logra entender sobre todo es cómo un hombre que era historia viva de Cataluña, objetivo cuya consecución le había llevado su vida entera, lo tira todo por la borda en un minuto, cavando su propia fosa, cuando nadie le obligaba a su autodestrucción, pues, como muchos otros políticos, podía haber dado hilo a la cometa a ver si se la llevaba el viento.
Jorge de Esteban es catedrático en Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.