El error ajeno

ABC 04/05/16
IGNACIO CAMACHO

· La mayoría piensa repetir el voto porque espera que cambien los demás. El error es de los otros. Sobre todo por ser otros

EL error siempre es de otros. Los españoles dicen estar muy cabreados o desencantados por el fracaso de la investidura, pero la mayoría va a votar al mismo partido que en diciembre. Eso sólo significa una cosa: que lo que nos cabrea o desencanta es que los demás no hayan apoyado al nuestro. El reproche genérico a «los políticos» no es exacto porque excluye a aquellos con los que simpatizamos. Descargamos la culpa en abstracto –ah, esa pésima, egoísta clase política– para disimular el instinto sectario. Lo revelan las tripas de las encuestas; todos queríamos pactos… a favor de la opción que habíamos votado. Por eso es una abrumadora minoría la que está dispuesta a cambiar de elección en junio. Que cambien los otros, que son los que se equivocan. En realidad, su error esencial consiste principalmente en ser otros. Es decir, en no ser nosotros. O al menos, en no ser de los nuestros.

Los representantes parlamentarios no han hecho más que traducir esa pulsión tribal que alienta en las vísceras del electorado. Si el deseo colectivo de pactar fuese cierto, en junio habría una punición severa para quienes no han sabido interpretarlo. Los dirigentes públicos saben, sin embargo, que ese castigo está reservado para aquellos que se excedan de generosos y crucen las trincheras del sectarismo. Esa es la explicación que impide, por ejemplo, que los socialistas se acerquen al PP; sus votantes huirían en masa al seno de Podemos. En general, nuestros líderes perdieron hace mucho tiempo la capacidad de prescripción, esa autoridad moral e intelectual que sirve para convencer a la gente de una idea o de un proyecto. Actúan a la carta, arrastrados por la opinión demoscópica. Piensan en clientes, no en ciudadanos. Y confunden las artes de la persuasión con las de la propaganda. Pueden vender consignas, pero no inyectar convicciones.

De ahí que el concepto de la Nueva Transición sea una quimera mientras falte liderazgo para articular consensos que impliquen mutuas renuncias. La vieja y denostada Transición consistió precisamente en eso, en que la derecha y la izquierda encontraron espacios de acuerdo y vencieron las reticencias de sus clientelas más refractarias. Pero los encontraron porque los buscaron. Porque existía un fin común previo al reparto del poder. Entonces fue el objetivo de construir la democracia. Ahora debería ser el de reformarla.

Empero, el consenso está destruido en la España de hoy. La partitocracia disputa el poder para repartirlo entre sus seguidores, no para compartirlo con los adversarios. Y la opinión pública lo consiente y lo estimula, enganchada a los prejuicios de un banderismo arrojadizo que crepita desde las tertulias a la calle. El diálogo es un mantra retórico porque consiste en que los demás nos den la razón. Los políticos no son nuestro problema, sino los espejos que podemos romper para no admitirnos reflejados en ellos.